Revista Internacional de Educación y Análisis Social Crítico Mañé, Ferrer & Swartz.
ISSN: 2990-0476
Vol. 3 Núm. 2 (2025)
La crueldad digital: la violencia invisible de las redes sociales
Digital cruelty: the invisible violence of social media
Crueldade digital: a violência invisível das redes sociais
Andrea Aranda Vigo
Escritora malagueña. Monitora de Chen Taichi tradicional por la escuela ITKA (International Taichi Quan Kung Fu Association).
https://orcid.org/0009-0000-6820-1536
mawhasi3@gmail.com
Vivimos en una época donde la conexión es inmediata, constante y omnipresente. Nunca antes la humanidad pudo estar tan presente en la vida de otros sin siquiera compartir un mismo espacio físico. Las redes sociales, nacidas como puentes para unir, se han convertido también en escenarios donde lo humano se diluye y surgen nuevas formas de violencia: silenciosas, sutiles y profundamente normalizadas. Ya no hace falta gritar, insultar o golpear para herir. Basta un comentario irónico, una burla disfrazada de humor, un «visto» que dura días o un silencio que pesa más que mil palabras. En estos territorios digitales, la ausencia puede lastimar tanto como la presencia, y una reputación puede desmoronarse en minutos ante millones de ojos. Todo es público, todo queda expuesto; sin embargo, la empatía parece haberse perdido entre algoritmos que privilegian lo rápido, lo viral, lo agresivo. La violencia digital se esconde tras excusas como «solo era una broma», o «si lo compartes, aguanta las críticas». Pero sus efectos son reales: desgasta, humilla, excluye. Y lo más inquietante es que muchas veces proviene de personas que, fuera de la pantalla, jamás actuarían así. ¿Por qué lo hacemos? ¿Qué fuerzas invisibles moldean esta cultura del señalamiento y la perfección? ¿En qué momento lo virtual se volvió un campo de batalla emocional? Este fenómeno no nos pide demonizar las redes, sino comprender que lo digital también es vida. Porque detrás de cada pantalla hay alguien que siente, y cada palabra -o cada silencio- tiene el poder de sostener o destruir.
Palabras clave: Análisis cualitativo, análisis de redes, ciberacoso, educación sobre medios de comunicación, educación y cultura, medios sociales, redes sociales, sociología de la comunicación, violencia en redes sociales.
Abstract
We live in an era of instant, relentless connection. Never before has humanity been able to be so present in the lives of others without sharing the same physical space. Social networks, born as bridges to unite us, have also become arenas where our humanity fades and new forms of subtle, normalized violence emerge. You no longer need to shout or insult to wound. A sarcastic sentence, a joke coated in cruelty, a message left on “seen,” or a silence heavier than words can all inflict damage. In these digital territories, absence can hurt as much as presence, and a reputation can collapse in minutes before countless eyes. Everything is exposed, yet empathy seems lost among algorithms that reward what is fast, viral, or aggressive. Digital violence hides behind excuses like “it was just a joke”, or “if you post it, expect criticism.” But its effects are real: it exhausts, humiliates, excludes. More unsettling still, many who behave harshly online would never act that way in person. Why do we do it? What invisible forces sustain this culture of perfection and public shaming? When did the virtual world become an emotional battlefield? This phenomenon doesn’t ask us to demonize social networks, but to recognize that the digital realm is part of life. Behind every screen is someone who feels, and every word -or silence-, holds the power to build or destroy.
Keywords: Cyberbullying, qualitative analysis, network analysis, media literacy, education and culture, social media, social networks, sociology of communication, online violence.
Resumo
Vivemos numa era de conexão instantânea e incessante. Nunca antes a humanidade pôde estar tão presente na vida dos outros sem compartilhar o mesmo espaço físico. As redes sociais, criadas para aproximar, tornaram-se também cenários onde o humano se dissolve e surgem novas formas de violência: sutis, silenciosas e profundamente normalizadas. Já não é preciso gritar ou insultar para ferir. Uma ironia, uma piada cruel, um “visualizado” eterno ou um silêncio que pesa mais que mil palavras podem machucar profundamente. Nos territórios digitais, a ausência fere tanto quanto a presença, e uma reputação pode ruir em minutos diante de milhões de olhares. Tudo é público, mas a empatia parece perdida entre algoritmos que priorizam o rápido, o viral, o agressivo. A violência digital se esconde atrás de frases como “era só brincadeira” ou “se postou, aguente as críticas”. Porém, seus efeitos são reais: desgastam, humilham, excluem. E o mais inquietante é que, fora das telas, muitos jamais agiriam assim. Por que fazemos isso? O que sustenta essa cultura de perfeição e linchamento público? Quando o virtual virou um campo de batalha emocional? Esse fenômeno não pede para demonizarmos as redes, mas para entendermos que o digital também é vida. Porque atrás de cada tela há alguém que sente —e cada palavra, ou silêncio, pode sustentar ou destruir.
Palavras-chave: Cyberbullying, análise qualitativa, análise de redes, literacia mediática, educação e cultura, social media, redes sociais, sociologia da comunicação, violência online.
Introducción. Redes sociales para principiantes… que somos todos y todas.
Las redes sociales no nacieron con un manual de ética bajo el brazo. No venían con un rótulo de advertencia del tipo: «usar con precaución, puede generar adicción, ansiedad, confusión identitaria o un linchamiento virtual». Simplemente aparecieron, de un día para el otro, como aparece todo lo nuevo: envuelto en la novedad y presentado como entretenimiento. Un juego inocente. Conecta amigos, comparte lo que piensas. Y nosotros/as, adultos/as, jóvenes, niños/as, y hasta bisabuelos/as con Facebook, saltamos de cabeza a este territorio desconocido, fascinados/as y sin la menor conciencia de sus efectos.
Hoy sabemos que ese «juego» tenía una dimensión mucho más profunda. Como plantea Anna Lembke (2021) en Dopamine Nation: Finding Balance in the Age of Indulgence, el smartphone actúa como «una aguja hipodérmica moderna que inyecta dopamina digital 24/7». Las redes no solo capturan nuestra atención: estimulan nuestro sistema de recompensa de un modo tan inmediato que resulta difícil distinguir el entretenimiento del condicionamiento dopaminérgico. La compulsión -la necesidad de mirar, actualizar, refrescar, publicar- no es mero capricho: es neurobiología en acción. Y, aun así, pretendemos que adolescentes de 14 años comprendan límites emocionales, reputación digital y privacidad, cuando ni siquiera los/as adultos/as entendemos el mecanismo adictivo en el que estamos atrapados.
Lo irónico es que exigimos a las nuevas generaciones un uso responsable de algo que nadie nos enseñó a usar. Un experimento social global, sin planificación ética ni moral, cuya regulación -como explica José van Dijck (2013) en The Culture of Connectivity: A Critical History of Social Media- quedó en manos de plataformas que no solo conectan personas, sino que configuran una cultura de conectividad regida por algoritmos, interfaces y modelos de negocio. No actuamos «conectados/as»: habitamos un ecosistema diseñado para maximizar la interacción, no el bienestar. Y un algoritmo, a diferencia de una institución humana, no entiende de empatía, sufrimiento o límites morales. Solo quiere clics.
En este contexto, emerge un tipo de subjetividad marcada por la exposición permanente. Paula Sibilia (2024), en Yo me lo merezco: De la vieja hipocresía a los nuevos cinismos, describe una nueva moralidad digital atravesada por cinismos, ataques directos y un yo desbordado, sin interioridad. Las redes, que en su origen prometían ser espacios de expresión, se han convertido en escenarios donde la performatividad, el desenmascaramiento agresivo, y la demanda narcisista del/a otro/a, son moneda corriente. No sorprende, entonces, la doble moral digital: denunciamos el ciberacoso, mientras compartimos capturas privadas para burlarnos de alguien; hablamos de empatía mientras ignoramos mensajes que no nos favorecen; predicamos autocuidado, mientras competimos por likes como si fueran validaciones existenciales.
A esto se suma una dimensión aún más grave: la violencia digital. El trabajo de Silvia Semenzin (2021) en Donne tutte puttane: revenge porn e maschilità egemone, sobre la difusión no consentida de imágenes privadas, muestra cómo las formas contemporáneas de violencia sexual se han trasladado -e intensificado- en los entornos digitales. No se trata de fenómenos aislados, sino de prácticas estructuradas por dinámicas de control, humillación y dominación, que el diseño de las plataformas permite y, muchas veces, amplifica. En la misma línea, La violencia en la realidad digital. Presencia y difusión en redes sociales y dispositivos móviles (González-Fernández, 2018), enfatiza que la violencia en redes no es marginal ni «virtual»: está integrada en la vida cotidiana y modulada por las arquitecturas tecnológicas que organizan nuestra interacción.
Así se configura la brecha digital, que no es solo tecnológica sino también moral y cultural. Coexisten generaciones que no conocieron la vida con redes junto a otras que no pueden imaginarla sin ellas. Y, aun así, delegamos en los/as más jóvenes la responsabilidad de «saber comportarse», mientras los/as adultos/as continúan reenviando cadenas de WhatsApp sobre mala suerte si no se comparten diez veces. La normalización es el verdadero riesgo (Foucault, 1977, 1980). No nacimos en lo digital; no estamos preparados para la exposición constante, la sobreinformación, la viralidad del rechazo, ni para el circuito dopaminérgico que sostiene la compulsión. Pero hemos normalizado todo esto en tiempo récord, incluso formas de violencia sutil que ya ni reconocemos como tales.
Si no asumimos que seguimos siendo principiantes -que somos adictos/as improvisados/as en un entorno sin brújula ética-, seguiremos exigiendo a las nuevas generaciones una responsabilidad que nosotros/as mismos/as no practicamos. La ética digital no se hereda: se construye. Y la buena noticia es que todavía estamos a tiempo.
Violencia digital: cuando el enemigo somos nosotros mismos
Nos preocupan los/as haters, el ciberbullying y los linchamientos virtuales -y con toda la razón-, pero se nos escapa un detalle: la violencia más constante, más silenciosa, y más efectiva, es la que ejercemos sobre nosotros/as mismos/as. Frente al espejo de las redes, donde somos juez/a, jurado y verdugo/a de nuestra propia imagen, de nuestros logros, de nuestras ausencias, de nuestras imperfecciones (Sibilia, 2024; González-Fernández, 2018).
Nadie te exige la perfección, salvo tú mismo/a, inducidos/as por el algoritmo que nos reeduca a golpe de «castigo – recompensa», señalando lo que es correcto, bonito, productivo y, sobre todo… algo maquiavélico (van Dijck, 2013).
Porque sí, ¡bienvenidos/as al capitalismo 2.0! La autoexplotación con filtro de emprendimiento, el «hazlo por tu marca personal», «sé tu mejor versión» -externamente, porque lo de dentro no se ve-, y como lo de dentro no se ve, no importa, así que… no te detengas. Sonríe y piensa en positivo.
Y si no estás emprendiendo algo, si no estás generando contenido, si no estás vendiendo tu talento, tu cuerpo o tu tiempo… ¿estás siquiera vivo?
Vivimos una autoagresión disfrazada de motivación. Publicar todo. Medir todo. Compararse con todo. Es el deporte que practicamos incansablemente a diario, sin darnos cuenta. Cada scroll es un golpe de autoestima. La sobreexposición constante genera un bucle de insatisfacción crónica, porque no estamos viendo la vida de los demás: estamos viendo sus mejores momentos con música de fondo y filtros (Lembke, 2021; Raheemullah, 2022).
¿Y qué hacemos a cambio? Exigirnos más. Producción sin pausa. Nos convertimos en gerentes de nosotros/as mismos/as, en jefes/as que nunca pagan ni apagan el ordenador. Nos explotamos con la sonrisa de un/a influencer, pero cargados/as de culpa por no atender el resto de nuestra vida. Y cuando colapsamos, no lo mostramos, porque nadie quiere ver eso. Y eso, paradójicamente, favorece el aislamiento y la soledad.
Todo esto, no es casualidad ni error del sistema. Las grandes plataformas sociales están diseñadas para que te sientas insuficiente, porque un/a usuario/a inseguro/a es un/a usuario/a activo/a: Uno/a que sube más contenido, que comenta más, que compra más, que se autocorrige y que busca validación constante (González-Fernández, 2018; Semenzin, 2021).
Como postula Byung-Chul Han (2012), en La sociedad del cansancio, estamos en una sociedad donde el sujeto es explotado por sí mismo, creyendo que es libre. No hay mayor agresión que esa. Y la vivimos a diario. Normalizada junto a la lista de la compra.
Y entre todo este cacao emocional, la palabra: como arma y como placebo.
Es un instrumento tan humano, tan noble, tan potente. Usamos el cuerpo de la palabra como caballo de Troya, para crear un eslogan barato de autoayuda, una frase motivacional reciclada o un juicio rápido.
Algunos expertos del lenguaje como Noam Chomsky (1991; Fernández, 1995; Herman y Chomsky, 2008), opinan que los sistemas de poder no solo restringen lo físico, sino también lo simbólico: controlan lo que pensamos y decimos. En títulos como Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass Media (1988), o Ilusiones innecesarias: control del pensamiento en las sociedades democráticas (1991), advertía del lenguaje como violencia simbólica, la propaganda y el poder: el lenguaje no solo describe el mundo, lo construye. Y lo que decimos -y lo que leemos a diario- moldea nuestra percepción de nosotros/as mismos/as. Es, al fin al acabo, una violencia simbólica internalizada a través del lenguaje. Y puede tener un uso malicioso. Es como tener un/a coach interno/a que te persigue a palos.
Hay síntomas que podemos apreciar de esta violencia invisible:
• Agotamiento mental crónico sin motivo aparente.
• Comparación compulsiva, casi como un tic.
• Miedo al silencio digital. Si no publicas sientes que desapareces.
• Ansiedad existencial difusa. No sabes que te pasa, pero sientes que vas tarde. Que no alcanzas.
• Depresión disfrazada de bajón. Piensas que nadie quiere leer algo triste en redes, y te abstienes.
• Autoexplotación e imposición de emociones confusas. Sonreír cuando quieres llorar, acompañado de la sensación de «producir» sin parar, pero sin saber para quién ni por qué (Han et al., 2020; Sibilia, 2024).
Haremos mención a algunos ejemplos de estudios y literatura específica, que respaldan este listado-resumen de las principales consecuencias. Tenemos diversos ejemplos que podemos utilizar para esclarecer todo lo que exponemos.
El primer lugar, podemos hablar del estudio que hicieron Han et al., (2020) titulado The Impact of Social Media Use on Job Burnout: The Role of Social Comparison. Seleccionaron a 530 personas trabajadoras en China, dentro de la población activa, usuarias de WeChat (una red social / plataforma digital). A través de una encuesta online, aplicaron un cuestionario para medir el uso de redes sociales (específicamente WeChat), la frecuencia, grado de uso y la adicción digital.
Buscaban con este estudio las respuestas ante el hábito dentro de la comparación social y sus formas de manifestarse -cuánto se comparan con los/as demás, qué tipo de comparación, si era hacia arriba o hacia abajo-. Para esto usaron una versión adaptada de la escala de comparación social de Gibbons y Buunk (1999; Buunk y Gibbons, 1997; Buunk, Gibbons y Visser, 2002; Križan y Gibbons, 2014), revisada para el contexto chino. Esta escala, al igual que el estudio llevado a cabo por los investigadores asiáticos, medía el burnout laboral -agotamiento emocional- de los/as encuestados/as.
Incluyeron edad, género, horas de trabajo y algunas demográficas, para aislar los efectos de las variables principales. Hicieron regresiones jerárquicas para comprobar sus hipótesis (el uso de redes sociales predice burnout), y analizar si la comparación social tiene efecto moderado o mediador. También quisieron hacer un análisis particular en subgrupos: compararon lo que pasa en los grupos con alta tendencia a la comparación social y otros grupos.
Lo que encontraron fue una relación entre el uso de redes sociales y el burnout laboral. Una correlación positiva significativa: a mayor uso -adicción a WeChat-, mayor burnout.
Dentro de la pregunta sobre si las redes ejercían una acción de comparación social como moderador o mediador, encontraron que la comparación social modera la relación entre el uso de redes y el burnout. El efecto del uso de redes sobre el agotamiento emocional cambia dependiendo de qué tan alta sea la tendencia del individuo a compararse socialmente.
En los grupos con alta tendencia a la comparación social, puede funcionar casi como un mediador: el síndrome es significativo solo cuando coexisten un alto uso de redes y una alta tendencia a la comparación.
En conclusión, la comparación intensifica el efecto del uso de redes.
El tipo de comparación y emociones también parecía importante, ya que los/as usuarios/as no solo se comparaban hacia arriba, sino también hacia abajo. Se sentían mejor cuando se comparaban con los/as usuarios/as que son peor catalogados/as, o están por debajo de su estatus. Paradójicamente, este sentirse superior a este tipo de usuarios/as los/as llevaba a mostrar más síntomas de burnout, incrementando el uso de redes sociales.
Determinaron que, incluso la comparación hacia abajo, no es protectora, ya que puede generar la autoexplotación emocional, y el desgaste crónico, con el fin de mantener ese estatus de superioridad.
Dentro de las variables demográficas, determinaron que las personas mayores tendían a reportar más agotamiento. En grupos con alta comparación social, las mujeres tendían a tener más. No siempre importa el nivel educativo del individuo, o la ocupación.
Este estudio conecta con el agotamiento mental / burnout laboral. Lo que incluye cansancio, agotamiento emocional, disminución de satisfacción, etc. La comparación compulsiva que aquí se mide por la tendencia a compararse socialmente, esa necesidad de saber cómo estamos en relación al/a otro/a.
Depresión disfrazada / bajón. Aunque no se miden diagnósticos clínicos de depresión, los efectos emocionales negativos vinculados pueden producir síntomas parecidos.
La autoexplotación implícita en la idea de que uno/a mismo/a, al usar mucho las redes y compararse, produce un estado de desgaste psicológico, creyendo tal vez que está buscando algo mejor o más aceptación, logros…
El segundo ejemplo, datado con anterioridad, es el de Leon Festinger (1975) y su Teoría de la disonancia cognoscitiva, que nos habla de la comparación social. Festinger, psicólogo social estadounidense, formuló la teoría de comparación social que describe que los individuos evalúan sus propias opiniones, capacidades, estados de ser… comparándose con los/as demás. En el original A Theory of Social Comparison Processes (1954), amplía su teoría sobre la comparativa compulsiva -incluso antes del fenómeno digital-, lo que nos hace deducir que no es algo meramente viral, sino que ya este teórico de la sociología explica la compulsión a compararse, el sentimiento de no ser suficiente… que vemos acentuado en época de redes sociales. Esta teoría se usa para hablar sobre el burnout digital.
Festinger (1954, 1975) postula que las personas tienen una necesidad interna de coherencia entre sus pensamientos, creencias, actitudes y comportamientos. Cuando hay una contradicción interna (disonancia), sentimos incomodidad psicológica. Para aliviarla, cambiamos algo: nuestras creencias, decisiones o percepciones. Esto explica cómo las personas racionalizan decisiones contradictorias, lo que hoy se aplica para entender adicciones y autojustificación en redes sociales.
Las personas se evalúan comparándose con otros/as cuando no hay criterios objetivos disponibles. Comparamos habilidades, opiniones, logros, estilos de vida… puede ser ascendente o descendente.
Las redes sociales intensifican esta comparativa constantemente, de manera sutil. Esto nos lleva a la autoexplotación, ansiedad digital y depresión por comparación social.
En resumen, la incomodidad y esa búsqueda de coherencia nos hace cambiar, pero la comparativa nos hace sentir que nunca es suficiente.
Como tercer ejemplo, tenemos el de Christina Maslach y Michael P. Leiter (2008): definen el síndrome burnout como agotamiento emocional, despersonalización y baja realización personal. Se basa en investigaciones clínicas -reconocida mundialmente por su concepto moderno del burnout- y el Maslach Burnout Inventory (MBI), escala que mide agotamiento emocional y alienación (Maslach, Schaufeli y Leiter, 2001).
El estrés crónico, el agotamiento emocional con sensación de estar drenado/a, sin energía, la despersonalización, actitud cínica o fría hacia el trabajo o las personas, y baja realización personal: sentir que no se logra nada, que no tiene sentido. Este síndrome no es simple fatiga: es desconexión emocional y funcional profunda que puede llevar a ansiedad, depresión, aislamiento e incluso trastornos físicos.
Maslach (2008) explica que este cansancio no es culpa del individuo, sino del contexto laboral moderno, y en este caso, de las redes sociales.
La autoexplotación digital, el trabajo remoto, las redes sociales y la alta competitividad, expanden el burnout más allá de lo laboral, afectando a estudiantes, cuidadores/as, freelancers, y usuarios/as de redes… mezclado con ansiedad constante de no rendir lo suficiente, dificultad de desconectar, sensación de fracaso pese a estar ocupado/a todo el día… lleva a un bajón emocional más allá del estrés común.
Esto conecta, de nuevo, con lo que denuncia Byung-Chul Han (2012) sobre el sujeto neoliberal autoexplotado; Maslach (2008) ofrece las bases psicológicas para entender cómo eso quiebra mente y cuerpo.
Incluir estos estudios no es estar contra el emprendimiento, sino denunciar y no romantizar el sacrificio personal como único camino, sobre todo cuando lo digital está implicado.
Emprender no debería ser sinónimo de no dormir, de no tener vida, de vivir con culpa por descansar. Pero en redes, lo es.
Parece que, si no vendes tu vida como historia de superación personal, nadie te escucha. Y quizá deberíamos pensar qué hacemos en ese caso. Hoy día todo es lucha, violencia y adversidad, cuando podríamos simplemente llamarlo vivir. Parece que así, es doblemente significativo, más valioso, más épico. Más teatral.
Tal vez lo primero sea dejar de pensar en el problema como algo externo. Porque la violencia digital ya no necesita de alguien que te ataque: puede bastar con tus propios pensamientos, tu scroll diario, tu necesidad de rendir cuentas, de mostrarte y encajar.
La cultura del rendimiento digital nos está enfermando, pero se disimula con motivación. Y si enfermas, es por falta de ella. Nadie escapa de este laberinto dopamínico.
Cuidarse no es solo apagar el teléfono, saber que no se puede estar siempre disponible, o publicar menos… compararse menos. Es recordar que no somos marcas, ni productos, ni cuentas de contenido. Somos personas. Y con eso, basta.
El gran circo digital: entre la libertad y la jaula del algoritmo
Nos han vendido internet como el gran avance de la humanidad, la biblioteca de Alejandría del siglo XXI. Las redes sociales como un regalo. Una revolución. Y lo es (van Dijck, 2013).
Con ellas, nos prometieron libertad, comunidad y voz propia. Una plaza pública donde todos/as podríamos ser escuchados y atendidos. Pero no tardaremos en darnos cuenta que esto, más que plaza, es circo. Y el público, está famélico. Como dice Shoshana Zuboff (2019) en The Age of Surveillance Capitalism: «El poder real no está en lo que la gente hace, sino en lo que los sistemas pueden predecir y controlar sobre ellos/as».
Internet tiene potencial. Mucho. Puedes formarte gratis, crear un negocio desde tu casa, conectar con personas que comparten tus rarezas. Contar tu historia, mostrar tu arte, encontrar el amor. Incluso puedes vivir de subir tus videos. Pero debajo de esa utopía digital hay algo más profundo. Un ojo que no parpadea jamás.
No somos libres. Somos observables. Medibles. Manipulables. No estás en una red social, estás en un escaparate diseñado para que se te olvide que te están observando. Juzgando. Y mientras crees que elegiste, ya fuiste elegido por un algoritmo que sabe más de ti que tu madre (Bongiovi, 2019; Zuboff, 2019). Como en el documental The Social Dilemma (Orlowski, 2020): «Si no pagas por el producto, tú eres el producto».
Cada like, cada visita, cada pausa, alimenta de información a la máquina que no busca tu libertad. Quiere a toda costa tu atención. Tu tiempo. Y si puede, tu obediencia (Lembke, 2021).
El problema no es solo la tecnología, es lo que hacemos con ella. O más bien; lo que ella hace de nosotros (van Dijck, 2013). En ocasiones, te ves en una conversación que parece más un combate, en el que, si no eliges bando, te tachan de tibio/a. Esto no es diálogo social, es una guerra digital, en la que todos/as llevamos piedras, apuntando al/la de enfrente. Al/la diferente.
La sobreinformación es otro monstruo disfrazado de progreso. Las noticias importantes, antaño, llegaban por medio de la radio o el telediario. Tú buscabas la información, tú la elegías. Ahora, llega a ti en ráfagas, segmentada, diversificada… con cinco versiones, creando una realidad confusa y difícil de gestionar en muchos momentos. Te agotas ante este choque de malas noticias -las buenas ocupan poco espacio en estos noticieros- y te rindes ante tanto drama. Te conviertes en un/a espectador/a pasivo/a con la sensación de no poder hacer nada ante lo que ves, lo que oyes, lo que sientes. Tragando contenido sin cuestionarlo, porque ni tienes tiempo ni energía. Ya no ves, no seleccionas, ya consumes (González-Fernández, 2018).
Y mientras la vida se pixela, las relaciones personales se negocian por mensajes. El amor se mide en likes. No sé si todo se vuelve más líquido o más duro. Experiencias, en ocasiones frustrantes, que nos llevan a relacionarnos desde el miedo, la desconfianza y el recelo. Donde el/la otro/a parece menos real, menos amable del verbo amar (Semenzin, 2021).
Si tu pareja no te muestra en público es signo de alerta, y se convierte en toda una prueba social. La oficialidad del amor tiene otro escaparate, ya no son en las fiestas o las bodas, ahora es en este espacio virtual.
El deseo también se volvió contenido. La pareja, una campaña de marketing emocional. Y lo peor: lo aceptamos (Lembke, 2021). Como dijo Byung-Chul Han (2012): «La sociedad del cansancio es aquella donde la presión viene del propio sujeto».
Pero hay algo profundamente violento en eso. La hiperconexión no es inocua. Es una nueva forma de agresión: invisible, constante, decorada con emojis. Es un zumbido que no cesa. No puedes desconectar sin desaparecer. No puedes ser sin mostrar. No puedes amar sin probarlo. No puedes saber si el/la que está detrás, del otro lado, está haciendo el paripé o quiere mostrarse tal cual es, y la barrera digital nos lleva a un mal entendimiento. Son demasiados frentes abiertos que agitan el alma (González-Fernández, 2018; Semenzin, 2021).
Hemos pasado de tener un mundo digital a vivir en él. Pero no siendo libres, sino como marcas personales con miedo al olvido. La red prometía conexión, y la tenemos. Pero, no leímos la letra pequeña: Bajo vigilancia.
La felicidad como negocio y el yo como escaparate
Todos/as hemos compartido una foto en Facebook para que vieran que habíamos llegado bien a nuestro destino. Escribíamos un estado de ánimo porque estábamos ilusionados/as y queríamos compartirlo. Que habíamos aprobado un examen, una boda, nuestra boda…
Pero hemos perdido parte de esa inocencia de los inicios. Hemos profesionalizado el exponernos a tales magnitudes, que parece que hubiese un plató de televisión en cada casa, en cada habitación.
Ahora nos compartimos para existir. Porque si no lo subes, no pasó. Y si pasó, pero nadie reacciona, no valió la pena.
Vivimos a través de las historias que contamos, pero sobre todo de las historias que nos contamos a nosotros/as mismos/as. Y de las reacciones que provocamos. Esas son las brújulas internas que estamos incorporando.
Como señala Shoshana Zuboff (2019): «Los/as usuarios/as de plataformas digitales se han convertido en productos de información; sus emociones, deseos y comportamientos se transforman en datos que otros/as utilizan para predecir y modificar sus acciones». Las redes sociales no solo nos han enseñado a mirar al/la otro/a: nos han enseñado a mirarnos como si fuésemos otro/a. Hemos externalizado tanto la identidad que ya no sabemos quiénes somos cuando nadie nos mira. ¿Existes acaso sin el foco?
Y esto que parece un tema manido, es un paradigma que no deja de abrir más y más ramificaciones en los estudios, por ejemplo, el vacío de autenticidad cuando se huele un negocio. Porque buscar la felicidad siempre ha sido rentable, y hoy día parece que todos/as, incluso aquellos/as que lo hacen con buena voluntad, quieren escalar en esa posición de sumo/a gurú. Atractivamente proactivos/as, proponiendo ejercicios de focalización a tus objetivos.
«¿Qué objetivos?» me pregunto.
Plataformas enteras con mensajes de coaches que te venden que «si piensas a lo grande, el universo te escucha» (Cabanas e Illouz, 2019; Hochschild, 2012; Pasqualini, 2025). La industria del bienestar ha entendido algo que nosotros/as todavía no queremos aceptar: no hay mejor mercado que una persona que no se soporta a sí misma. Y ahí vamos, como buenos/as consumidores, clientes modelo intentando arreglarnos (porque todos/as estamos rotos/as o tenemos heridas que sanar para ellos/as), sin saber muy bien por qué estamos rotos/as.
Nos venden la felicidad a través del trauma, del dolor, de la existencia truncada. Casi está mal visto que no se haya tenido un episodio así alguna vez en la vida. Resulta inverosímil. Genera desconfianza… y envidia. Como advierte Rosenstein, en The Social Dilemma (Orlowski, 2020), «la arquitectura de estas plataformas está diseñada para mantenernos adictos/as y aumentar nuestra ansiedad, alimentando la ilusión de control sobre nuestra propia vida digital».
En el ranking de personas que seguir, lo corriente no vende, y no puede encontrar la verdadera felicidad, porque también está la falsa, que suele ser la que los/as demás vivimos.
La felicidad como una meta, una estética, un ritmo de vida. Como si una rutina y tres afirmaciones positivas lograran que el abismo existencial se callara. Como si la tristeza fuera un error de programación que se arreglase con un post motivacional en un domingo por la tarde.
Y así, nuestro contenido es la moneda de cambio. Subimos emociones, logros, crisis, interioridades… sin profundizar en la otredad. Solo consumiendo las emociones ajenas como palomitas y no cuestionando las propias. Estamos trabajando para el algoritmo. Como señala Zuboff (2019): «La atención y los datos del/la usuario/a son la materia prima de la economía de la vigilancia, transformando nuestras vidas en mercancía».
Alimentando una maquinaria que no entiende de matices, de profundidades, que convierte una ruptura amorosa en contenido viral. Y la pregunta incómoda es: ¿por qué lo hacemos?
¿Somos tan ingenuos realmente o somos partícipes? ¿Necesitamos conectar, aunque sea haciendo un teatrillo? ¿Nos da tanto miedo desaparecer?
Quizá, una mezcla de todo ello, y muchos matices más, difíciles de enumerar. Es asistir a un autoengaño pactado. Una colaboración voluntaria entre usuario/a y sistema. Tú muestras el alma, y ellos monetizan. Idea que comparte Adam Curtis (2002) en el documental The Century of the Self, en la BBC.
Pero eso tiene un precio; ese proceso de mostrarte acaba haciendo que no te veas. Te conviertes en el personaje que creaste, eliges el/la que más aceptación tiene. El/la popular. El ángulo que más favorece. La frase que más motiva. Pero frente al espejo de tu cuarto de baño, y con peor luz que un aro led, sin filtros ni admiradores, no sabes quién está ahí mirándote.
O peor aún: no sabes si ya puede ver a través de ti.
Y nos venden la gran trampa: autenticidad fabricada. Cuando nos sacamos del envoltorio digital solo queda una realidad cruda, incómoda y profundamente humana: no somos contenido. No somos nuestras publicaciones, no somos nuestros números, no somos esas frases bonitas. Fuera de esa plataforma, allí donde nadie nos conoce ni sabe de nuestros sueños, solo somos alguien más. Del montón. Y eso nos aterra.
Ser grises en un mundo de luces de neón
Tenemos tanto miedo de no dejar huella que pisamos fuerte, aunque sea sobre los/as demás. Aunque sea en falso. Aunque no sepamos a dónde vamos. Como señala Shoshana Zuboff (2019) en The Age of Surveillance Capitalism: «Cada interacción se convierte en dato para manipular la atención y el comportamiento humano». Esto evidencia que nuestro miedo a no ser vistos/as está siendo utilizado como mecanismo de control.
En esta era digital, donde todo se registra, se comparte y se guarda, parece que la única muerte real sea el olvido. Morir ya no es dejar de respirar, es dejar de ser visto/a. Dejar de aparecer. No salir en las fotos. No tener testigos/as. No generar contenido. No tener seguidores/as. Por eso gritamos, empujamos, y aceptamos violencias sutiles -y no tan sutiles-, para conquistar la atención. Como advierte Byung-Chul Han (2012) en La sociedad del cansancio: «La sociedad contemporánea explota al sujeto por sí mismo, creyendo que es libre», reflejando la autoexigencia que nos obliga a destacar permanentemente.
Nos tragamos humillaciones con tal de figurar. Censuramos nuestra complejidad para ser comprensibles, digeribles, fáciles de mascar. Nos aterra ser ignorados/as. Nos esforzamos tanto por ser especiales que nos olvidamos de ser reales. Y es que nadie nos enseña a vivir sin aplausos una vez que nos hacen adictos/as a ellos. Nadie te prepara para no destacar, para no llegar a todo. Como si vivir fuese un fracaso. Como si lo cotidiano fuera sinónimo de mediocridad. Como si la verdadera vida sucediera en otros términos, en otro lado; más bonito, más visible, mas viral.
Pero no. La vida está aquí. Es tu vecina de ochenta años que te pregunta cómo estás sin esperar un like a cambio. Es tu cuerpo cuando respira al dormir. Es ese pensamiento que no se publica. Ese beso que no se cuenta. Ese silencio que no monetizas.
En este mar virtual todos/as gritan, pero no todos/as son escuchados/as. Y eso, no solo está bien, es profundamente necesario. No todo el mundo puede brillar. Porque si todos/as brillan, ¿quién los/as admira? Si todos/as hablan ¿quién los/as escucha?
Como explica José van Dijck (2013) en The Culture of Connectivity: «La conectividad digital no es neutral; moldea nuestras relaciones, nuestra atención y nuestra percepción de nosotros/as mismos/as», reforzando que la exposición constante crea desigualdades invisibles en el reconocimiento social.
Porque también hay belleza en lo opaco. Hay fuerza en lo tranquilo. Hay valor en pasar desapercibido/a. Hay una dignidad secreta en vivir sin necesidad de narrarse todo el tiempo. Somos más humanos/as cuando dejamos de actuar. No todos/as seremos exitosos/as, no todos/as llegaremos lejos. No todos/as seremos virales ni legendarios/as ni excepcionales. Y eso, no es ninguna derrota. Es liberación. Hacer comunión con la vida, ponerla en el centro. Aceptar la vulgaridad de la existencia -lo simple, lo domestico, rutinario-, como acto de revolución en tiempos de espectáculo perpetuo.
La violencia comienza cuando creemos que lo que somos no alcanza. Cuando nos exigimos para ser más, tener más, mostrar más. Cuando la sonrisa se fuerza, un comentario, el cuerpo, proyectos… todo para sentirse insuficientes. ¿Y si ser ya fuese suficiente? Nos olvidamos de que la humildad es un valor, no una carencia. Que el amor -el que sostiene-, sigue siendo el centro. Que el sentido de la vida no es la fama, sino el vínculo.
Como señala Paula Sibilia (2024) en Yo me lo merezco: «Los nuevos cinismos expresados en las redes sociales dan cuenta de un yo desbordado y sin interioridad, basado en el desenmascaramiento y la demanda sin consideración del/a otro/a», indicando que esta presión por mostrarnos afecta nuestra autenticidad y nuestra percepción del valor propio.
No es necesario impactar, sorprender, embelesar… al mundo entero, si puedes cuidar de lo tuyo. A los/as tuyos/as. No tienes que conquistar audiencias, no necesitas que todos/as te escuchen, solo que lo haga alguien importante, de manera honesta. La paz no está en llegar, sino en no correr. En saber vivir sin destacar, sin presiones ajenas. Ser gris en un mundo de luces de neón. Elegir el alma, renunciar al eco, salir del escaparate. Volver al hogar de uno/a mismo/a.
La emoción encasillada: cuando un corazón no alcanza
La emoción humana alguna vez fue un río. Ancho, caudaloso, con sus altibajos, y lento, en otras ocasiones rápido. Con curvas, remolinos y meandros. Tardábamos días, años, en ponerle nombre a lo que sentíamos, incluso cuando la terapia psicológica no estaba tan expandida. Sentir era un arte, no un gesto rápido. A veces dolía de tal manera que solo podíamos escribir. O pintar. O cantar con la voz quebrada.
Como señala Sherry Turkle (2015) en Reclaiming Conversation, la comunicación digital ha reducido la profundidad de nuestras emociones y ha reemplazado la conversación genuina por interacciones superficiales.
Hoy día todo cabe en un emoji. Una cara sonriendo. Un corazón rojo. Un fueguito. Un Me encanta.
Lo que una vez fue misterioso, poético, sutil, ambiguo, inefable… Hoy debe caber en una plantilla virtual aprobada por una app. Y lo aceptamos. Y eso, nos modifica, con naturalidad, como si no fuera una violencia que nos reduzcan a seis botones de respuesta. Como si no fuera una amputación emocional fingir que una vida cabe en un Me gusta. Según Turkle (2015), esta reducción de lo emocional contribuye a la alienación y a la pérdida de empatía en las interacciones cotidianas.
La revolución digital nos dio acceso a todo, menos a nuestra complejidad emocional. Nos enseñó a comunicarnos más rápido -como simios-, no mejor. Nos dio altavoces, pero nos quitó matices. Nos llenó de reacciones, pero robó los silencios. El lenguaje emocional se empobrece por falta de palabras, porque la estructura que habitamos no las necesita. No las entiende.
Y así, poco a poco, se nos atrofia el músculo del alma. Del sentir complejidad. Ya no sabemos explicar lo que sentimos, porque es profundo, y a eso lo llamamos oscuridad. Nos movemos en superficies programadas de luz intensa, solapando la sombra. Debe caber en un story, tiene que rendir, generar clics. Zuboff (2019) advierte, en The Age of Surveillance Capitalism, que las plataformas digitales moldean nuestras acciones y emociones, priorizando la visibilidad y el clic sobre la experiencia humana genuina.
Y no es solo un problema individual sino cultural y colectivo. Es artístico.
El arte también ha sido arrastrado a esta precariedad. Lo inmediato impera a lo complejo: la obra que incomoda, el poema que te atraviesa, esos ya no tienen lugar. Porque no se comparte. Porque es denso. Porque no se consume fácil. Porque no tiene enganche ni se puede resumir.
Como argumenta José van Dijck (2013) en The Culture of Connectivity, la cultura digital premia lo que es fácil de consumir y compartir, no lo que desafía al/a espectador/a.
Ese empobrecimiento de las emociones se vuelve tendencia. Y, por otro lado, hablamos de ansiedad. Ayer, el amor propio, mañana, el duelo consciente. Saltamos de emoción en emoción como si fueran filtros, pero no sentimos. No nos permitimos los tiempos. Ya no sentimos, imitamos.
Paula Sibilia (2024) también señala que las redes fomentan performatividad emocional y un yo cínico que se ajusta a la validación externa.
No hay fórmulas para sentir. Ni un manual que diga qué es ser humano. Pero no podemos perder la sensibilidad en este mercado emocional, en esta industria del sentimiento ultraprocesado y el glutamato emocional.
Y todo eso, aunque no lo parece, es otra forma de violencia. Una suave, estética y validada. Pero al fin, violencia. Nos separan de la membrana de nuestra profundidad, dejándonos desprotegidos/as. Creyendo que sentir es mostrar, sin vivir en lo ambiguo, en la duda, en lo raro, lo contradictorio. Como si eso estuviese mal.
Lembke (2021) en Dopamine Nation, explica cómo la sobreestimulación digital genera dependencia emocional y erosiona la autenticidad de la experiencia.
¿Y qué pasa cuando el alma se aburre de tanta superficialidad? Ese lago helado que solo funciona si no se agrieta, y nos hunde bajo sus placas congeladas, creando una prisión para el alma. Todo empieza a doler, y no sabes el porqué. Porque no hay un emoji para eso. Porque sentirlo todo incomoda, se hace difícil y lo acabas ahogando con una frase motivacional llena de colorines.
En un mundo, donde las emociones también son producto, la tristeza molesta, desentona, afea. El deseo lento desespera. La espera incomoda, y el silencio no sirve. Vivimos entretenidos/as, vibrando alto, con afirmaciones positivas y frases que no sirven más que para aumentar el mercado de la basura emocional.
El alma pide lentitud, palabras completas, tiempos, emociones que sean entendidas, degustadas. Pide expresar. Lo humano necesita espacio. Y alguien del otro lado que lo escuche, con el alma.
Quizá, de ahí nuestro cansancio, porque no hemos trascendido que el/la otro/a no es un telediario, ni un noticiero… si no alguien como tú y como yo, que necesita compartir algo, ser alguien, bajo la mirada atenta y compasiva de su semejante. Saber que nada que valga la pena cabe en un botón.
Como señala Shoshana Zuboff (2019), la vigilancia digital convierte al ser humano en un objeto de rendimiento, donde la profundidad emocional se sacrifica por la atención y la interacción medible.
El arte de volver a ser
No hay algoritmo que enseñe a vivir. Nadie morirá por nosotros/as. Eso sólo nos pertenece a nosotros/as. No hay filtro que salve un alma vacía. No hay like que dé sentido a lo que nunca tuvo sentido. Y, sin embargo, ahí estamos. Habitantes de un mundo prometido de conexión y que con frecuencia nos devuelve. Un mundo donde la visibilidad parece el nuevo oxígeno, y el olvido, la nueva muerte.
Hay algo que debemos comprender -y en ello estoy-, si no queremos diluirnos del todo: la violencia digital no empieza en el insulto, sino en la desconexión de nosotros/as mismos/as y de los/as demás. De nuestras raíces. En el momento en que dejamos de ver al/la otro/a como un ser humano complejo. En el segundo en que dejamos de vernos como tal. No es una lucha de generaciones, ideologías o plataformas. Es una lucha sutil, mucho más profunda; la del alma contra su propia fragmentación. Su disolución en lo simbólico.
La violencia de la red no es solo la que se grita, sino la que se acepta como norma, la que se camufla como tendencia, de libertad de expresión, de contenido. La violencia del hablar sin escuchar. De juzgar sin comprender. De exigir sin responsabilizarse.
Byung-Chul Han (2012) ya advertía que la positividad obligatoria nos desarma para la experiencia humana profunda: «Cuando lo que importa es exponerse, la interioridad se vuelve irrelevante.» Su idea ilumina esta herida contemporánea: la demanda constante de mostrarse despoja al sujeto de su propia voz, dejándolo a merced de la espectacularización.
Y ante esa violencia no hay un tutorial. No hay tips para evitarla. Solo podemos hacer una cosa: volver al conocimiento sin código de barras. Al conocimiento de uno/a mismo/a. A la sensatez. La que huele a paciencia y sabe a palabra lenta. Que espera y no se luce. Resistir a que la tecnología nos use. Habitar las redes con conciencia. Porque no son nuestro patio de recreo después de jornadas laborales interminables: son espacios donde también habitamos como seres humanos.
Entender que ser invisible en las redes no es valer menos. Que no todo debe compartirse. Que hay un interés más profundo en que así sea. Que hay una belleza intrínseca en lo íntimo, y que, de no hacerlo, de no protegernos ante la mirada que nunca se apaga, dejamos de existir. Que hay paz en lo que no tiene audiencia.
No somos marcas personales. No somos frases virales. No somos productos de consumo. Somos seres humanos.
Se necesita valor para no opinar. Tomar el tercer carril. No entrar en discusiones. No construir una identidad según la tendencia dominante. Se necesita inteligencia para detenerse, pensar, amar, perdonar y callar cuando se exige. No todo es ruido, no todo silencio está vacío.
El mundo necesita menos autómatas y más preguntas sinceras. Torpes, sin sentido, incontestables. Menos urgencia, más permanencia. Quizá nunca seamos virales; puede que pasemos desapercibidos; quizá lo que escribo no le interese a nadie, ni al mercado engrasado, ni a ti. Y, sin embargo, existe porque lo creé, porque para mí importa. Porque a mí me importas.
Porque no quiero verte correr más, sino caminando, digno/a, con sentido. Porque no quiero verte gritar, sino escuchar y sanar al hacerlo. Porque no quiero que lo muestres todo, sino que protejas tu intimidad como un tesoro.
La red no va a desaparecer -ni tiene motivo por el cual hacerlo para vivir mejor-. Es una herramienta valiosa. Pero debemos aprender a usarla y detectar la violencia que trae implícita. Puede abrir mundos y acercar países. Todo depende de cómo se use. Todo depende de cómo queramos estar presentes en ellas. De cómo nos tratemos los/as unos/as a los/as otros/as. De cuán conscientes seamos de lo que son en realidad.
Combatir la violencia digital empieza por cambiar el enfoque, retirar el velo de lo ideal y mirar detrás del telón. Hacer las paces con lo cotidiano. Mirar al espejo y decir: Soy.
Cualquier tipo de violencia -física, simbólica, estructural, digital- se combate desde la educación, la belleza, la calma, la responsabilidad emocional. Desde la calidez frente a la frialdad del algoritmo. Aquí la voz de Paulo Freire (1967, 1970) resuena con fuerza: «La educación es un acto de amor, un acto de valor. No puede temer el debate, el análisis de la realidad; no puede huir de la discusión creadora; bajo pena de ser una farsa.» (Batalloso, 2004, p. 5). Su pedagogía del oprimido recuerda que toda forma de opresión -incluida la digital- se desarma creando conciencia crítica.
De manera complementaria, Michel Foucault (1977) plantea que el poder no se posee, sino que se ejerce en las relaciones sociales, y que la vigilancia, la disciplina y los mecanismos de control operan incluso en espacios cotidianos. Para Foucault, la resistencia surge al problematizar y cuestionar estas relaciones de poder, lo que refuerza la idea de Freire: educar críticamente es también desarmar la opresión.
Apostar por la oralidad pedagógica, el cuidado y la transmisión de la tradición como forma de resistir, no a lo nuevo, sino a lo que coloniza. Salvaguardar las costumbres que hacían al individuo parte de un todo mayor que él/ella mismo/a. Ser familia. Cruzar el umbral del ser en mayúsculas.
Francesc Torralba (2019) en La interioridad habitada, insiste en que «una sociedad solo es fuerte si educa en la interioridad»: en cultivar espacios donde el sujeto pueda encontrarse lejos del ruido. Su pensamiento sostiene tu tesis: sin educación emocional, la violencia se normaliza.
Lo comunitario es la red de sustento y supervivencia, y el muro que frena el aislamiento digital que engulle todo lo que suene plural. La soledad que nos autoimponemos -producto de un sistema hambriento de productividad- es la herramienta perfecta para desactivar nuestra genuinidad.
Quizá, la humanización de estas plataformas quede lejos o no interese a las grandes corporaciones que moldean nuestra atención. Quizá, haya que romper las cadenas de este control, ante la idea suicida de buscar un punto medio sin conciencia.
Devolver al ser al centro de la vida implica reivindicar el cultivo de la conciencia por medio de acciones fuera de lo virtual, que nos recuerden lo mucho que queda por hacer como civilización. Dar más voz a la calidez de la transmisión oral. Apostar por la poesía, la música y la enseñanza. Formas que desestabilicen la ignorancia y la indiferencia.
No confundamos suavidad con debilidad: educar en colegios, institutos y universidades profundizando en valores como la libertad, el derecho a una vivienda, a un trabajo digno… Velar por el acceso a una educación pública de calidad, combatir la privatización que excluye y reduce futuros.
Trabajar la compasión como forma profunda de resistencia, para desapegarnos de la violencia de gobiernos que nos limitan a ser entidades digitales fácilmente reemplazables, escuchadas solo cuando generan dinero, poder o tendencia.
Una esperanza -no ingenua, sino latente- que no niega la oscuridad, sino que insiste en encender una vela.
La educación como antídoto frente a la violencia digital
Para sostener esta apuesta por la educación, es importante recurrir a voces contemporáneas que coinciden con la idea de que educar es la forma más poderosa de resistencia ante la brutalidad tecnológica. No es solo una esperanza idealista, sino una estrategia basada en conocimiento, formación y transformación social.
Cristóbal Cobo (2011), investigador en «aprendizaje invisible», defiende que la educación debe ser continua, flexible, conectada con lo digital, pero también con lo humano: «El aula no debe ser una fábrica de respuestas, sino un laboratorio de preguntas y de sentido.» Su visión propone una educación que desafía las dinámicas de consumo digital y promueve la autonomía.
Inés Dussel (2011, 2022), pedagoga especializada en cultura digital, afirma que la escuela debe reconocer la dimensión mediática de nuestras vidas: Educar en la cultura visual y digital es enseñar a los jóvenes a interpretar el mundo y no solo a ser interpretados por él, lo que significa dotar a las personas de herramientas críticas para resistir la manipulación.
Andrés José Solís (2021), en su artículo sobre mediación pedagógica digital para prevenir la violencia digital de género, plantea que «la intervención educativa es esencial para transformar las relaciones en línea», y que una mediación pedagógica bien diseñada puede empoderar a estudiantes para reconocer y rechazar la agresión digital.
Patricia Alonso-Ruido et al. (2024), han documentado cómo la educación en el uso del móvil y las TIC es clave para prevenir violencia digital en las relaciones afectivas de adolescentes: «Los retos educativos deben incluir la enseñanza de competencias emocionales y digitales, no solo de lectura y escritura», dicen en su estudio.
Rosa María García Navarro (2024), investigadora sobre tecnología emocional, propone que la detección temprana de emociones mediante herramientas digitales puede usarse en educación preventiva: «La tecnología emocional permite intervenciones sensibles que reduzcan la agresividad en redes».
Virginia Arango Durling (2025) aboga por una cultura de paz digital desde la escuela: en su estudio sobre violencia digital contra menores, concluye que una educación comprometida con la convivencia es la base para prevenir el ciberacoso y el grooming, y que la escuela debe promover valores de respeto y comunidad incluso en entornos virtuales.
Sandra Suárez Castro (2025), criminóloga, también afirma que «la tecnología puede ser aliada educativa en la prevención de la violencia de género digital», construyendo espacios seguros para que los menores aprendan a gestionar conflictos, la identidad digital y las emociones tecnológicas.
En conclusión, a mi parecer -y con todo lo expuesto en este artículo-, volver al ser no es solo un acto poético, sino profundamente pedagógico: educar no es instruir para servir al algoritmo, sino enseñar para resistirlo. Proteger la intimidad, cultivar la empatía, pensar antes de publicar, dialogar sin filtros digitales: esa es la revolución que proponemos. Una revolución educativa. Una revolución del alma.
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