
El cemento de la ideología. Ante el nihilismo de la sociedad del espectáculo
The cement of ideology. Facing the nihilism of the society of the spectacle
O cimento da ideologia. Contra o niilismo da sociedade do espectáculo
Antonio Orihuela
Doctor en Historia por la Universidad de Sevilla.
https://orcid.org/0009-0000-7636-1687
antonioorihuela.orihuela@gmail.com
Este trabajo de escritura quiere extender el camino que andamos en el afán de que otros vean su necesidad, anteponiendo nuestros cuerpos para que exista, para hacer, de este gesto que apenas existe, el mundo entero donde construir la sociedad comunista, libertaria, pacífica y respetuosa con la naturaleza que nos debemos. Como convencidos materialistas escribimos, desvelamos lo falso porque sobre lo falso se organiza el mundo, practicamos esta forma de ritual del don sin esperar nada a cambio, abrimos sendas, las abandonamos sacudidos por la posibilidad de nuevos pasajes, porque lo importante es que el camino se ande a sí mismo, y que ese andar pueda expresarse como expansión y alegría del cuerpo y del alma, lejos pues de las pasiones tristes, de los que se mueven entre el temor y la esperanza. Nuestra tarea es merodear por un mundo que no existe pero que debería existir.
Palabras clave: Ideología, filosofía, pensamiento, pensamiento crítico, política, sociología.
Abstract
This writing aims to extend the path we walk in the effort to make others see its need, putting our bodies first so that it exists, to make, from this gesture that barely is there, the entire world in which to build the communist, libertarian, peaceful and nature-respectful society that we owe ourselves.As convinced materialists we write, revealing the false because the world is organized on the false, we practice this form of ritual of giving without expecting anything in return, we open paths, we abandon them shaken by the possibility of new passages, because the important thing is that the path is walked by itself, and that this walking can be expressed as expansion and joy of the body and soul, far from sad passions, from those who move between fear and hope. Our task is to wander through a world that does not exist but that should exist.
Keywords: Ideology, philosophy, thought, critical thinking, politics, sociology.
Resumo
Este texto pretende alargar o caminho que percorremos no esforço de fazer com que os outros vejam a sua necessidade, colocando os nossos corpos em primeiro lugar para que ele exista, para fazer, a partir deste gesto que mal existe, o mundo inteiro no qual construir a sociedade comunista, libertária, pacífica e respeitadora da natureza que devemos a nós próprios. Como materialistas convictos escrevemos, revelando o falso porque o mundo se organiza sobre o falso, praticamos essa forma de ritual de dar sem esperar nada em troca, abrimos caminhos, abandonamos-os abalados pela possibilidade de novas passagens, porque o importante é que o caminho se percorra por si mesmo, e que esse caminhar possa expressar-se como expansão e alegria do corpo e da alma, longe das paixões tristes, daqueles que se movem entre o medo e a esperança. A nossa tarefa é vaguear por um mundo que não existe, mas que deveria existir.
Palavras-chave: Ideologia, filosofia, pensamento, pensamento crítico, política, sociologia.
Introducción
En El porvenir es largo, decía Althusser que un idealista es un hombre que sabe no sólo de qué estación sale un tren, sino cuál es su destino: lo sabe por anticipado y cuando sube a un tren sabe adónde va porque el tren le lleva. El materialista, por el contrario, es un hombre que se sube al tren en marcha sin saber de dónde viene ni adónde va (Althusser, 1993; Farrán, 2022).
No se nos escapa que enfrente tenemos enemigos formidables, en primer lugar a nosotros mismos, aprisionados por las deletéreas tiranías que hemos hecho nuestras, adormecidos para la única tarea realmente importante, la común fraternidad, y después a todos los que viven en la certeza de las ilusiones que ha hecho brotar el capitalismo sobre sí mismo, ficciones que nos hablan de consumir sucedáneos de experiencia mientras la experiencia real se achica y degrada constantemente, fábulas que hablan de la ausencia de violencia solo porque en el capitalismo la violencia se ha vuelto estructural y por lo tanto la padecemos sin reconocerla como tal, mitos que dicen que el dinero da la felicidad cuando todos sabemos que es el ocio, la salud, el juego, la fruición estética, la cooperación, los cuidados, los vínculos, los afectos, el amar, la realización personal, el disfrutar con las pequeñas cosas, de todos esos bienes inmateriales y ajenos al consumo lo que verdaderamente da el nivel de la calidad de vida de cada uno y de cada uno en relación con los que lo rodean.
Vivimos en una época de denegación, de conformismo, de sumisión, de miedo, de alienación y embrutecimiento generalizados. Los crueles retrocesos laborales y sociales se han asumido sin rechistar, como ironizaba Agustín Morán (2006, 2007) la economía capitalista nos propone ser trabajadores sin trabajo, consumidores insolventes y ciudadanos con derechos ficticios. El imaginario neoliberal, que se impone contra toda razón y evidencia, nos ha convencido de que somos empresas unipersonales, emprendedores en lucha contra todos, individualistas a la deriva, sin más proyecto colectivo que seguir ahondando en la propia catástrofe, en la normalidad del infierno del capitalismo, de la vida completa convertida en mercado y mercancía.
Hitler ganó la guerra. El socialismo de Estado no murió con la caída del muro de Berlín (Cruz, 2019). Ambos casos constituyen ensayos, modalidades extremas del capitalismo en su evolución, mutaciones que ponen en práctica los sistemas económicos y sociales en su reproducción, y sus resultados fueron asimilados por su forma actual. La economía de guerra se reveló absurda si se extendía a todo el planeta, pero muy beneficiosa si se reducía a un par de continentes y medio, y así se hizo. La planificación estatal de la economía devino en desastrosa pero las técnicas de control, dominación e identificación de las masas con un sistema explotador, biocida, castrante y repulsivo que se presentaba como el reflejo excelso de ellas, merecieron conservarse, extenderse, perfeccionarse; y así se ha hecho. Igualmente ocurre con sus funciones de control social y contención de la revuelta en nombre de la propiedad privada y de corrector de la voracidad de los capitales especulativos, siempre dispuesto a inyectar dinero cuando el mercado financiero desregulado colapsa por la falta de control sobre la actividad especulativa. Restos de aquellas estructuras del socialismo estatista, interventor y vigilante, sobre las que descansan hoy muchas más cosas aparte del discurso de nuestros ultraliberales más montaraces.
El capitalismo está muy vivo…
Si el capitalismo goza de una salud de hierro, a pesar de que periódicamente se hunde en profundas crisis de las que tiene que ser rescatado de la bancarrota y la ruina, es gracias a los trasvases y recapitalizaciones que le efectúa esa infausta institución llamada Estado, que los neoliberales tanto aborrecen. El éxito del capitalismo no está en su naturaleza económica sino en la intervención del Estado, sin él, el capitalismo ya habría desaparecido hace tiempo. Durante la última crisis, los Estados han transferido miles de billones de dólares para el sostenimiento no solo del sector financiero especulativo sino también del resto de los sectores productivos (automóvil, transporte, construcción, etc.) y reproductivos del status quo (sindicatos oficiales, medios de comunicación, fuerzas del orden), cantidades de escándalo que jamás invertirían en la salud de sus ciudadanos o la mejora de su medio ambiente; y a la vez que se realizaba el expolio de lo público se le vendía a la ciudadanía que las medidas que se tomaban tenían como objetivo preservar el famoso Estado de Bienestar, esa construcción de la socialdemocracia que lejos de beneficiar a los de abajo sirvió para destruir un movimiento obrero consciente, combativo y organizado y, de paso, poder justificar en nombre del bien común el que el Estado se convirtiera en el primer explotador de las clases asalariadas.
En efecto, a nadie escapa que es sobre la clase trabajadora sobre la que descansa el edificio impositivo directo e indirecto que sostiene el Estado porque, los ricos, nunca han pagado ni pagarán impuestos; o que el tan cacareado Estado de derecho solo sirve para llenar de pobres las cárceles (Armendáriz, 2016), que la ley está hecha a medida de los ricos, a los que protege, pero a los que no se les exige que la cumplan, eso también es solo para los de abajo, contra los que se legisla, porque los ricos y su patrimonio siempre han vivido fuera de la ley, en una zona de inviolabilidad, en un paraíso fiscal y legal. ¿Y qué nombre recibe todo este entramado? Pues nada menos que el de orden constitucional y democracia parlamentaria, aunque ya sabemos quién gobierna este orden y quien legisla desde los parlamentos: las multinacionales y los bancos (Samour, 2024).
Mientras el Estado lo permitió, las organizaciones obreras, sobre todo las de raíz anarcosindicalista, se dedicaron a construir su mundo dentro de él, en la idea de un día desbordarlo; para ello, pusieron en pie mutualidades de socorros mutuos, levantaron sindicatos de probada combatividad y dieron lugar a manifestaciones culturales autogestionadas que hablaban de un saber y un arte propios. Sociedades obreras, ateneos, cooperativas de consumo, grupos teatrales, excursionistas, escuelas, bibliotecas, editoriales, periódicos, etc. proporcionaban a sus socios protección, seguridad, créditos, alimentos, sanidad, cultura, afecto y orgullo proletario, pues esta tupida red de apoyo y ayuda mutua hacían del obrero no un ser despojado de todo menos de su fuerza de trabajo sino una persona orgullosa de participar en la rica vida comunal hecha de trabajo, esfuerzo, combatividad sindical, responsabilidad y calidad humana e intelectual (Freán, 2016; Mintz, 2022).
El Estado no tenía enfrente a una sociedad inerme y a unos individuos aislados y degradados sino una contra-sociedad dispuesta a organizar la vida social sobre parámetros ajenos al capitalismo y las formas de poder estatistas (Ovejero, 2017); su fuerza y su poder de fascinación eran tales que para acabar con ellos hizo falta una guerra de exterminio que sepultara el Ideal en la fosa común del olvido, de lo borrado, de lo que nunca sucedió. Lo que siguió fue la apropiación por parte del Estado de la iniciativa proletaria, a partir de entonces, las condiciones de existencia del proletariado únicamente serían fijadas por el Estado y no por los propios proletarios. El Estado determinará en torno a qué deben asociarse los obreros, qué educación deben recibir en las escuelas, qué cultura es la que les conviene y a qué precios deberán comprar sus alimentos. El Estado y el capital se enseñorearán entonces por todas las facetas de la vida social liquidando los vínculos asociativos, prohibiendo las manifestaciones de clase, y el proletariado languideció y se disolvió entre las expectativas de los anaqueles de la sociedad de consumo. Hoy, a la par que no esperamos nada del proletariado lo esperamos todo de las instituciones del Estado (Salinas, 2024).
El Estado todopoderoso
El Estado se ha arrogado el poder de decidir qué lazos pueden o no constituirse entre personas, el Estado define el interés general, absorbe las funciones sociales y favorece un individualismo estrecho que lo mismo que fija los deberes del ciudadano hacia el Estado, libera al ciudadano de sus deberes hacia sus semejantes. Nada nos corresponde hacer por los demás porque para eso ya está el Estado. La consecuencia lógica de interiorizar este mandato es la indiferencia actual ante el sufrimiento de los demás.
Pero la función del Estado es impedir que los de abajo se organicen para superar el aislamiento social y económico en el que se les mantiene (Cisneros, 2015). Así, mientras las clases dominantes se organizan políticamente en torno a él, el Estado, que trabaja incesantemente para la desorganización política de las clases populares, se puede seguir presentando como el único instrumento fiable y respetuoso con las reglas del juego democrático que la misma clase dominante ha elaborado, reglas en las que los de abajo seguirán estando excluidos de la política, seguirán dominados económicamente y serán controlados ideológicamente.
Porque el Estado no solo requiere de sujetos dispuestos a reprimir a los demás, mediante su aparato legal, policial, militar, educativo, sanitario, mediático, etc., también requiere de sujetos que deseen su propia represión, sujetos a los que no les importa cambiar su libertad, su autonomía, por una promesa de seguridad que les permita vivir de las migajas de comida, de tolerancia, de reconocimiento que el Estado organiza para dividirnos aún más, para jerarquizar las identidades, para organizar los deseos, para minar cualquier atisbo de solidaridad y comunitarismo, para facilitar la explotación de todos. Si hay alguna micropolítica es la que Estado elabora para todos pensando en cada uno de nosotros.
Solo se nos invocará como unidad, desde las clases dominantes, bajo la forma de pueblo-nación, por ejemplo, en una guerra o de cara a su fiscalización, o en relación con la clase dominante políticamente organizada, por ejemplo, en los espectáculos electorales donde la clase dominante se legitima como tal a través del voto de los dominados. Hasta cuándo el Estado interviene a favor de las clases dominadas, lo hace porque esa intervención, a la larga, es útil para la clase dominante, la moderniza, la regenera y vivifica.
Véase cómo las medidas sociales del New Deal: subsidios de desempleo, subidas salariales, grandes obras públicas, leyes agrarias, etc. no fueron un regalo de la clase dominante, pues costaron huelgas masivas, ocupaciones de fábricas, manifestaciones, saqueos, violencias y disturbios de todo tipo para que, finalmente, a quienes más beneficiaron fuera a la oligarquía política y económica que dirigía el país, pues con ellas pusieron fin a un potencial fermento revolucionario que amenazaba el orden existente y a ella misma como clase (McInnis, 2019). Así es, si algo tienen claro los privilegiados es que hay que impedir a toda costa que los de abajo se organicen y para ello nada mejor que organizarlos desde arriba, hay que encontrar (o fabricar a toda prisa) cabecillas con quienes negociar en caso de necesidad, dirigentes a quienes demandar paz social a cambio de concesiones políticas y económicas.
Otra cosa es que mientras esto sucede, los de abajo también pueden aprovechar su propia desestructuración, su fértil anonimato, su desorganización para infundir el suficiente miedo como para llevar las concesiones hasta donde los privilegiados jamás habrían cedido. Rara vez las reivindicaciones pacíficas y civilizadas han puesto en marcha reforma estructural alguna, por eso partidos, sindicatos y hasta la izquierda radical organizada tienen, como función última, disciplinar a las multitudes, ofrecerse a representarlas y mantener la ira contra la política institucional dentro de los cauces legales.
Véase cómo la institucionalización del sindicalismo lejos de destruir el capitalismo, disuelve la conciencia de clase y facilita la integración y la sumisión de los trabajadores. En efecto, si en la España de 1976, antes de la legalización de los sindicatos, se perdían veinte millones de jornadas en conflictos laborales, en 2016 no llegaron a ochocientas mil. En efecto, el sindicalismo dejó de ser un instrumento de lucha obrera cuando aceptó que el propósito de la actividad económica era el beneficio privado pues la finalidad última del sindicalismo había sido, hasta la II Guerra Mundial, la apropiación de los medios de producción y el control obrero de los mismos.
Es decir, que en 1945 se derrotó al fascismo pero solo para imponer gran parte de su ideario social, como el sindicalismo vertical que pervivirá entre nosotros, más allá del fin de la dictadura, a través de los pactos de la Moncloa, donde se reproduce el esquema del bipartidismo con la institucionalización de dos grandes centrales sindicales autorizadas desde entonces, en democracia, a seguir haciendo el trabajo sucio al Capital con sus miles de liberados encargados desde los comités de empresa de encauzar las reivindicaciones, neutralizar a las secciones sindicales que se autoorganicen o coordinen en sus empresas y frenar incluso a sus propios compañeros de sindicato en el caso que estos deseen luchar. La abrumadora falta de legitimidad de este modelo sindical (Arnal, 2022) se compensará con el vacío de cualquier alternativa y la reverberación de un discurso circular y vicioso que afirma que no se puede hacer nada desde los sindicatos porque la gente no se mueve, y como la gente ve que desde los sindicatos no se hace nada pues ellos tampoco se mueven.
Véase cómo, la falta de interés por perseguir el fraude fiscal en España (país donde la publicidad institucional dice que “Hacienda somos todos”), supone una sangría de ochenta mil millones de euros anuales (Plataforma por la Justicia Fiscal, 2022), cifra que, de recaudarse, podría asegurar una renta básica de veinte mil euros anuales para cuatro millones de parados. ¿Pero qué interés pueden tener las clases dominantes en que se les recaude a ellos mismos? ¿Qué interés en que salgan del círculo del miedo, la angustia y la pobreza, que ellos mismos gestionan, cuatro millones de personas? ¿Por qué gastamos ocho veces más en armas que en educación? La ideología de la clase dominante nos oculta que, al menos en España, ni Montesquieu ha nacido, ni Franco ha muerto.
El cemento de la ideología
¿Qué cómo es todo lo escrito hasta el momento posible? Pues porque el cemento de la ideología de la clase dominante se desliza por todos los pisos del edificio social, cohesionándolo a través de representaciones, valores, creencias, etc. que perpetúan el dominio de clase. La pobreza no es solamente una cuestión material, la ideología dominante hace que también sea una cuestión de injusticia, en tanto incapacidad para reclamar justicia, y de falta de libertad, en tanto incapacidad para imaginar la propia sumisión. Incluso cuando los de abajo reclaman trabajo es por esta desposesión fundamental, porque se les ha educado en que fuera de él no tienen otra cosa que hacer. Hace mucho que el capitalismo nos arrebató la autonomía como productores y nos envió a trabajar por cuenta ajena en condiciones infrahumanas; y hace mucho que la ideología del capital cercenó en nosotros el espíritu de lucha con promesas de futuro perfectos y baratijas fabricadas en países lejanos por otros más desgraciados aún que nosotros, fetiches que nos hunden todavía más en una red de falsas necesidades y obediencias inconfesables.
Desde hace unas décadas, el capitalismo ya no otorga la supervivencia ni siquiera a las personas del primer mundo, ahora regatea y negocia a la baja los derechos, los contratos, los salarios, en definitiva, la explotación; diluye la extorsión de la plusvalía bajo un manto invisible, disimulada bajo la apariencia, tan inocente como inmoral, de la mercancía y los mercados. El proletariado es hoy una clase tan extrañada como extranjera de sí misma, está ausente allí mismo donde está presente y presente allí donde no está. El interés particular ocupa su lugar en ambos casos, lo confunde con su clase antagónica. La servidumbre se ha vuelto simple y mera complicidad. Los papeles de amo y esclavo se han vuelto intercambiables por obra y gracia del consumo y se sostienen sobre la visión monolítica del mundo que impuso la burguesía.
En su última pirueta incluso ha perdido interés por nosotros, por comprarnos en tanto personas. Ya no nos quiere como un cuerpo que le pertenece por ocho o más horas de trabajo. Ahora el capital solo compra paquetes de tiempo desgajados, escindidos de su portador ocasional e intercambiable. En esta última cabriola, el capitalismo despersonaliza el tiempo de trabajo y es el tiempo despersonalizado el verdadero agente de valorización del trabajo, porque el tiempo despersonalizado, además, no tiene derechos, no puede reivindicar nada.
Y si el capitalismo no nos necesita en tanto personas por qué su democracia debería necesitar de nosotros en cuanto ciudadanos. De hecho hace tiempo que categorías como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo o consenso no son más que palabras bonitas, abstracciones ideológicas, supersticiones que los políticos sacuden en época de elecciones y que cada vez concitan menos adhesiones; palabras que el Estado del Bienestar podría haber ido llenando de sentido pero que el neoliberalismo ha hecho estallar, dejando tras de sí una escuálida clase media que solo con mucha dificultad se reconoce en la imagen espejeante de ejemplaridad cívica y laboral que las élites han elaborado para ella y que esas mismas élites jamás cumplirán; pero, sobre todo, ese estallido ha generado una ingente masa de trabajadores en precario, fácilmente sustituibles, y una difusa periferia humana hecha de parados, pícaros, fracasados, inmigrantes y matones que son las nuevas caras de la pobreza y la fragilidad social en un sistema cada vez más difícil de defender como democrático en la medida en que solo muestra el palo con los de abajo mientras es completamente servil a los propósitos de las castas económicas y políticas. Es el triunfo de aquel nihilismo punk de los setenta, solo que quien lo ha llevado a cabo con total eficacia no han sido las masas radicalizadas y alérgicas al sistema sino las ordenadas élites defensoras del capitalismo financiero.
Vivimos, como vaticinaba Federico Urales (2018), en una sociedad que, al no asegurar la vida de nadie, no nos deja a todos otra alternativa que pasar el tiempo pensando en cómo engañar y explotar al prójimo. En el liberalismo, por tanto, no hay más moral que el mal porque el mal es la única actividad que puede asegurar el bien propio.
A todo esto, hace mucho que los políticos se convirtieron en meros relaciones públicas de los grupos de presión a los que sirven (Tijeras, 2018), tranquilizando a la ciudadanía con que, en medio del apocalipsis, se está haciendo lo único que se puede hacer: destruir derechos sociales como única manera de conservarlos, fomentar el mito de la libre competencia como único criterio de progreso en una sociedad injusta y desigual, recortar las libertades para defender la democracia; y continuar esquivando la crisis ecológica y el colapso de los recursos en un planeta finito con un discurso de riqueza ilimitada en el horizonte absolutista del capitalismo.
Conclusiones. El engaño de la democracia.
A pesar de su deslegitimación actual, la democracia se nos aparece como una palabra mágica, como si tuviera un valor en sí misma, democracia como coartada para justificar un tipo determinado de formación social, la del “Estado guerra” capitalista, porque lo que llamamos democracia ha dejado de ser una forma de gobierno para convertirse en una forma de Estado que articula la guerra exterior permanente contra los terroristas y por la apropiación de los mercados y recursos base de nuestra innegociable forma de vida; y la guerra interior permanente por el control/autocontrol de los cuerpos y las mentes, con lo cual la misma vida se convierte en el campo de batalla desde el que somos llamados a la movilización, la autorrealización, la integración y hasta la búsqueda de lo transcendente por los mismos que gestionan nuestras emociones y reconducen nuestras conductas y nuestras percepciones hacia la esterilidad de la acción y el pensamiento, hacia la evacuación del sujeto del espacio público y del conflicto social, en suma, hacia la supresión del sujeto político, que queda reducido a un mero consumidor y un amplificador de discursos vicarios y vacíos.
El conocimiento deja paso al entretenimiento, que mediatiza y conforma la experiencia, y en el entretenimiento todo se hace irrelevante, superficial, infantil, se degrada, se confunde, se hace inútil, inservible; pero lo más terrible es que se impone como consciencia colectiva, modelo de convivencia, de conducta, de relación, de ciudadanismo político. Son los mimbres de este fascismo de baja intensidad que se ha hecho piel con nosotros para que reproduzcamos su orden apolítico, consensuado, consentido. El fascismo de baja intensidad nos cohesiona con imágenes y consignas de orden social, de enérgico consenso cultural, de valores comunes, es decir, de libre mercado, propiedad privada, individualismo y hasta apoliticismo, que es la forma más depurada del Estado totalitario que, en realidad, es el que esta democracia nos oculta. Transgredirlo, politizarse, es situarse en la esfera del Estado guerra, que define el terror y reconfigura constantemente al terrorista.
En efecto, hace mucho que vivimos en un Estado totalitario, sólo que, en el nuestro, falta el dictador como personaje central del drama, tal vez por eso están todo el día dando la matraca con Hitler, Stalin o Kim Jong-un (Marquesán, 2023). Toda nuestra vida está atacada de capitalismo y moldeada por él. Hemos dicho que en el capitalismo no hay afueras, pero tampoco hay interior, vida privada, conciencia libre. Los que mandan nos protegen de los bárbaros y también nos protegen de nosotros mismos, de la amenaza exterior terrorista y de la amenaza interior del librepensar y el librevivir que nos podría convertir en terroristas por reflexionar o actuar al margen.
La libertad individual sigue adelgazando a golpe de decreto, de videovigilancia, de arcos detectores, de televisión por cable (Sanchís, 2025), de redes sociales (Conde, 2024), de satélite, de miedo inducido, de terroristas fantasmas, y casi nadie se opone porque todos somos personas de bien, gente ordenada y prudente que no tiene nada que ocultar. Nadie quiere sentirse fuera de la sociedad, rechazado, por eso demostramos nuestra lealtad y nuestra inocencia en cada gesto, en nuestras ropas, en nuestros hábitos, en nuestro comportamiento. Si la policía detiene a alguien es porque algo habrá hecho; con un simple clic ella puede tener de nosotros más información de la que nosotros retenemos sobre nosotros mismos. El poder gestiona el miedo: miedo a los terroristas y miedo a la policía que busca terroristas, miedo a caer en desgracia, a perder el empleo, a que te engañe tu mujer, miedo a la desviación y a la diferencia, miedo a pensar y miedo a saber.
Estos son los nuevos nombres del dictador invisible que gobierna el Estado totalitario en el que vivimos y que nos vive, porque ante el Estado somos culpables de vida, de tener una vida, aunque sea una vida rota, triturada, vacía, hipotecada, precarizada, sin sentido, pero una vida que debemos y de la que somos los únicos responsables. Una vida por la que hay que pagar, que lejos de vivirse se convierte en un problema porque el Estado no quiere que vivamos cualquier vida, sino que nos impone tener un proyecto de vida, vigila su desarrollo y nos exige responsabilidades por la marcha de él; y como es imposible politizarse echamos mano de la enfermedad mental, del malestar, de la enfermedad, del sufrimiento como solución por no haber sabido gestionar esa vida moribunda, sin espesor, reducida y aniquilada que el Estado totalitario nos obligó a arrastrar.
Bertolt Brecht, hace más de setenta años, dejó escrita en su Parábola de Buda sobre la casa en llamas, cómo éste vio el techo de una casa ardiendo y, alarmado porque en su interior había personas que no se habían percatado del suceso, les gritó que salieran rápidamente de allí, pero aquella gente lejos de hacerle caso, con toda la tranquilidad del mundo, empezó a hacerle preguntas sobre qué tiempo hacía fuera, si hacía viento, y otras aclaraciones parecidas mientras las llamas les lamían el pelo y las ropas. Buda se marchó sin responder porque a quien el suelo no le queme en los pies hasta el punto de desear cambiarse de sitio, qué se le puede decir (Urso, 2015). Mucha gente, ante un modelo económico y social que camina hacia la mayor catástrofe humana y ecológica de todos los tiempos, sigue preguntando qué medidas tomar para que tal cosa no suceda, cómo solucionaremos tal o cual cosa, cuando lo importante, lo absolutamente prioritario ahora mismo es salir de esa casa en llamas que es el neoliberalismo (Fisher, 2020).
¿Cómo desafiar este estado de las cosas? Agamben, en La comunidad que viene (2016), nos dice que ante el nihilismo de la sociedad del espectáculo, sólo nos queda evocar una resistencia venida, no como antes, de una clase, de un partido, un sindicato, un grupo, una minoría… sino de una singularidad cualquiera que haya despertado a la soledad, la separación, la incompletud, el vacío desde el que comenzar a buscar a los hermanos, los iguales, los afectos, los precarios vínculos de la memoria y la fascinación ante un presente diferente por el que luchar mientras las masas continúan, no ya luchando contra el capital sino contra el hecho de que el capital ya no se interese por ellas.
Bibliografía
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