La crisis de la universidad. En defensa de una verdadera autonomía universitaria
Jesús González Requena
Catedrático de Comunicación Audiovisual
Universidad Complutense de Madrid
https://orcid.org/0000-0002-5937-1100
RESUMEN
En Misión de la Universidad en nuestros días: un enfoque interdisciplinar. Libro homenaje al profesor Luis Gutiérrez Espada (Bueno, 2018), donde se encuentra este artículo, comenzaba recordando algo que debería ser obvio pero que hace mucho tiempo ha sido olvidado. La universidad, institución genuinamente europea en su origen y, por eso, profundamente vinculada a la civilización occidental, nace de la importancia que esa civilización –la nuestra– concedió siempre al saber, lo que le llevó a crear espacios donde este pudiera progresar de la manera más adecuada y autónoma.
Palabras clave: Autonomía educativa, crisis cultural, crisis política, enseñanza superior, universidad.
The crisis of the university. In defense of true university autonomy
ABSTRACT
In Misión de la Universidad en nuestros días: un enfoque interdisciplinar. Libro homenaje al profesor Luis Gutiérrez Espada (Bueno, 2018), where this article is located, I began by recalling something that should be obvious but has long since been forgotten. The university, a genuinely European institution in its origin and, therefore, deeply linked to Western civilization, was born from the importance that this civilization –ours– always attached to knowledge, which led it to create spaces where it could progress from more adequate and autonomous way.
Keywords: Educational autonomy, cultural crisis, political crisis, higher education, university.
A crise da universidade. Em defesa da verdadeira autonomia universitária
RESUMO
Em Misión de la Universidad en nuestros días: un enfoque interdisciplinar. Libro homenaje al profesor Luis Gutiérrez Espada (Bueno, 2018), onde se encontra este artigo, começou por relembrar algo que deveria ser óbvio, mas que há muito está esquecido. A universidade, instituição genuinamente europeia na sua origem e, por isso, profundamente ligada à civilização ocidental, nasceu da importância que esta civilização – a nossa – sempre atribuiu ao conhecimento, o que a levou a criar espaços onde pudesse progredir de forma mais adequada e maneira autônoma.
Palavras-chave: Autonomia educacional, crise cultural, crise política, ensino superior, universidade.
Introducción
La institución de la autonomía universitaria significó siempre, precisamente, eso: la voluntad de creación de un espacio donde los tiempos pausados de la reflexión pudieran proseguir su decurso sin verse conminados a someterse a los tiempos, siempre más apresurados y urgentes, de los procesos sociales y políticos de cada momento.
Su supervivencia y su fecundidad dependió, por tanto, de tres factores que, con mayor o menor congruencia y dificultad, convergieron para hacerla posible. De un lado, el exterior, la voluntad de los poderes que aceptaron respetar esa autonomía. Del otro, el interior, la pasión por el saber que anidaba en los miembros de la comunidad universitaria. Y, finalmente, del respeto de los ciudadanos que reconocieron a esa comunidad el prestigio que merecía y que justificaba su existencia, tanto como la existencia de la autonomía que la hacía posible.
Ciertamente, hubo tiempos mejores y peores. Las formas varias de fanatismo que
a lo largo de la historia irrumpieron en nuestra civilización quebrando sus
mejores y más originales ideales fueron, por motivos evidentes, acérrimas
enemigas de la universidad: reconocían en ella, en su existencia misma, la
manifestación más sólida –y más asentada institucionalmente– de esa libertad de
pensamiento y de reflexión, de ese amor por el saber –que es libre o no es– que
era su principal enemigo. A veces trataron de asediarla desde fuera, quebrando
su autonomía y sometiéndola a sus dictados, y otras ensayaron a dinamitarla
desde dentro, penetrándola con exigencias de compromiso –ya fuera social o político,
nacional o proletario, religioso o ateo...– que apuntaban a suprimir esa
autonomía que era la condición misma de su existencia. Huelga decir que, en
tales casos, muchos universitarios de buena voluntad se dejaron seducir por
reclamos como esos, creyendo realmente en las causas y los ideales de tales
compromisos –aunque siempre hubo muchos otros que lo hicieron por cálculo
meramente interesado, especialmente en aquellos tiempos en los que el reclamo
del compromiso venía directamente demandado por los poderes vigentes en su
tiempo. Pero, buena voluntad aparte, tales reclamos de compromiso han conducido
siempre inevitablemente a anular las defensas y los procedimientos de control
con los que el pensamiento trata de poner freno a la penetración de la
ideología y de sus distorsiones inevitables, de modo que el universitario que
hace bandera de su compromiso político acaba siendo siempre, inevitablemente,
uno que se deja arrastrar por los sesgos y prejuicios que anidan en la
ideología que hace suya.
Así pues, el compromiso de un universitario no puede ser de otra índole que el que le liga al saber: solo así sirve realmente a la sociedad a la que pertenece. Pues lo que esta necesita es precisamente eso: la garantía de que sigue trabajando –pensando, estudiando, reflexionando, investigando, enseñando...– en ese espacio autónomo de saber que, por ser tal, puede resistir a las tentaciones y a las turbulencias de la vida social que se desarrolla más allá del que debiera ser su calmo recinto. Al precio, claro está, de renunciar a la tentación de erigirse en profeta –es hacia ahí hacia donde le terminan empujando todas las otras formas de compromiso– para, investido por la dignidad que en ese mismo momento mancilla, irrumpir en la sociedad como el aparentemente heroico –aunque, en la mayor parte de los casos, simplemente narcisista–abanderado de una o de otra causa.
1. Amenazas
Pero es necesario advertir que las amenazas a esa autonomía universitaria que es la condición de la existencia de un espacio dedicado al cultivo del saber no solo proceden de las ideologías y los fanatismos. Hemos podido comprobarlo en las últimas décadas, en un periodo en el que las primeras parecían desvanecerse y los segundos se mantenían todavía lo suficientemente lejos y, sin embargo, tanto el prestigio del saber como el del espacio universitario destinado a hacer posible su desarrollo y transmisión ha sufrido una disminución sorprendentemente intensa que parece apuntar hacia su desvanecimiento.
Sin los marcos ideológicos o religiosos de antaño, una exigencia de utilidad social se ha impuesto al parecer en la mente de todos, en función de la cual la autonomía universitaria debería reducirse al ámbito corporativo de la elección interna de sus autoridades -elegidas entonces con criterios ora corporativistas ora políticos, pero del todo independientes de su prestigio y autoridad en el campo del saber.
Utilidad, productividad, rentabilidad... tales son los criterios a los que se exige ahora a la universidad plegarse de inmediato. Y, así, la inmediatez requerida hace imposible la distancia. De modo que el saber ya no puede volverse hacia sí mismo, sino que se ve condenado a volverse aplicado, dado que entonces es solo su aplicación la que permite medir su eficacia y, así, justificarlo.
La tecnología, de este modo, deja de ser la derivada aplicada de la ciencia para convertirse en el fundamento que la absorbe separándola –alienándola– de sí misma.
Puede parecer muy abstracto todo esto, pero no lo es para el verdadero profesor universitario, cada vez más empujado a apartarse de su amor por el saber –ese que fue el que le impulsó a convertirse en tal– para buscar denodadamente aplicaciones que la sociedad aplauda... Y ello en el mejor de los casos, que es el de las ciencias duras donde la productividad tecnológica de los avances científicos permite imponer su evidencia. A costa, eso sí, de una difícilmente evitable tendencia al cercenamiento de la ciencia en su dimensión esencial, que es teórica, no tecnológica. Lo que, a su vez, amenaza con asfixiar la posibilidad de apertura de nuevos paradigmas científicos.
2. Aniquilación de la auténtica autonomía universitaria: el índice de impacto
Pero mucho más grave es su efecto en el campo de las ciencias humanas y sociales, donde, en ausencia de plasmación tecnológica plausible que pueda servirles de guía, profesores e investigadores se ven abocados a interrogar al fetiche mayor del proceso de aniquilación de la auténtica autonomía universitaria: el índice de impacto.
En el mejor de los casos, aquel en el que el tal índice lograra medir con eficacia la relevancia que un determinado trabajo alcanza en la comunidad de los especialistas, lo que vendría a medir en cualquier caso no sería la verdadera calidad de la aportación al saber que contiene, sino la aprobación que obtiene entre la mayoría de los miembros de esa comunidad. Lo que equivale –en un ámbito, insistamos en ello, en el que, a diferencia de lo que sucede en las ciencias duras, no existen efectos inmediatos verificables en el campo de la tecnología– a medir, sin más, la doxa, los lugares comunes y por eso comúnmente aceptados en esa comunidad, nunca su capacidad innovadora, que previsiblemente habrá de chocar con ellos. Con lo que la creatividad científica y, en general, la potencia innovadora, se ven seriamente penalizadas.
Simplifiquemos: ninguno de los grandes pensadores que han abierto y trasformado el ámbito del saber en los territorios de las ciencias humanas y sociales obtendrían hoy, en el corto plazo, índice de impacto alguno, dada la lentitud con la que las innovaciones en este campo logran penetrar a la comunidad de los estudiosos. Y, con ello, se verían marginados, si no excluidos, de la universidad que ha hecho del índice de impacto su único criterio de valor. En el mejor de los casos, decimos. Porque conviene echar un vistazo al estado de la cuestión en los procesos y procedimientos reales de tales mediciones.
Es sabido que la obtención por el joven profesor de la calificación de la que ha de depender su carrera universitaria pasa por lograr publicar en las revistas con mayor índice de impacto. Que son, en la mayor parte de los casos, revistas anglosajonas por lo demás asociadas a las grandes multinacionales del mundo editorial. Vía por la que los criterios de rentabilidad de estas acaban penetrando en un mundo, el universitario, que no debería conocer otro criterio de referencia que el de la calidad del conocimiento que genera.
No se entienda esto como una crítica al mercado capitalista ni a la lógica búsqueda por las empresas del incremento de sus beneficios. Se trata, tan solo, de constatar que ello supone una seria merma de ese principio básico que constituye el motivo central de este trabajo: la defensa de la verdadera autonomía universitaria. Sí debe entenderse, en cambio, como una crítica a los políticos y a aquellos universitarios que han implementado o apoyado este procedimiento de medición de la calidad de sus investigadores y que, en esa misma medida, han permitido que los criterios de rentabilidad económica que rigen el mercado irrumpan en un territorio del que deberían quedar absolutamente excluidos.
3. Se hace ya en todas partes
Nada tan lamentable, por otra parte, como la respuesta que se escucha automáticamente en cuanto una crítica como esta comienza e esbozarse: se hace ya en todas partes. Pues contiene una renuncia implícita al análisis científico del asunto y, a la vez, el explícito reconocimiento de la renuncia a la autonomía universitaria: ese en todas partes confiesa sin mayor rubor la renuncia a convertir la cuestión –la puesta de la universidad en manos de las multinacionales del sector editorial– en asunto de debate racional, y la voluntad de plegarse a una moda exterior– y a la ideología utilitarista que la sostiene.
Por lo demás, probablemente sea así –que ello sucede en todas partes. Pero ello solo querría decir –y hay serios motivos para pensar en esa dirección– que el proceso de descomposición de la universidad podría ser un fenómeno de escala global.
En relación con ello, dada la índole anglosajona de la mayor parte de las mencionadas publicaciones, resulta obligado llamar la atención sobre el desprecio con el que los que rigen nuestro sistema científico y educativo tratan a la lengua española. Pues publicar en ella –a pesar de que esta sea la segunda lengua de cultura en el mundo– se ve penalizado desde el mismo momento en que el índice de impacto más alto viene condicionado por el idioma inglés que domina en tales publicaciones. Y, así, se arrebata a los investigadores hispanoparlantes una de las mejores herramientas que pueden poseer a la hora de abordar sus campos de conocimiento.
¿Obtendrá la mejor puntuación el estudioso de literatura española que publique su investigación en inglés en vez de en español? ¿Cómo no percibir que con ello la profundidad de su investigación se verá severamente recortada desde el mismo momento en que se separa de su objeto y se ve obligada al achatamiento inevitable de su traducción? ¿Y qué decir de la filosofía, de la antropología y de las ciencias de los textos? ¿Alguien puede imaginar, por ejemplo, que la historia de la filosofía alemana podría ser pensada al margen de la lengua que la ha acunado?
Atendamos, por otra parte, al lado más patético del asunto. ¿Por qué esa legión de medidores de índices no ensaya a medir –por qué los políticos que les comandan no ensayan a pedirles que midan– la cantidad de dinero en principio destinado a la investigación que se ve desviado a la traducción de artículos al inglés? Llamar a eso inversión en investigación es uno más de los eufemismos que pueblan el pasaje anémico del pensamiento político contemporáneo.
Lo más triste del asunto es que este es uno de esos casos en los que nuestros políticos, al privilegiar de esa manera la lengua inglesa a costa de la española, no se rigen realmente por criterios de rentabilidad económica, sino por ese viejo catetismo español que tiende a minusvalorar lo propio y fascinarse de inmediato por lo que proviene del exterior. Pues resulta del todo evidente que, dada la importancia de la extensión demográfica y cultural de la lengua española en el mundo, la apuesta por unas ciencias humanas pensadas y escritas en español podría ser extraordinariamente rentable.
Conviene recordarlo. Los índices, las mediciones, nada tienen en sí mismos de malo. Por el contrario: constituyen una de las vías –no la única, desde luego– de avance de las ciencias, en la medida en que estas precisen de la implementación de procesos de formalización que hagan posible el establecimiento de tales mediciones. Pero convendría recordar que son los presupuestos teóricos que orientan esas investigaciones los que dan su sentido a las mediciones que, llegado el momento, precisan incorporar.
Es sabido que en un momento dado la sociología de la ciencia comenzó a establecer formas de medición de los procesos de los que participan las comunidades de científicos. Nada reprochable hay en ello, pues puede permitir una comprensión más ajustada de los procesos activos en esas comunidades. Lo que sí es reprochable, en cambio, es que no se hayan detenido a estudiar los efectos que esos procedimientos de mediación producen cuando, apartados de su tarea inicial, pasan a convertirse en instrumentos de regulación de las instituciones del saber que en principio debían conformarse con estudiar.
Si se le pidiera la opinión a un físico, a un químico o a un antropólogo, ninguno de ellos dejaría de observar que el grupo objeto de medición ha quedado contaminado por el conocimiento del proceso de medición del que es objeto, y ello en una magnitud extrema, dado que ninguno de los miembros de ese grupo puede dudar de que sus retribuciones económicas resultarán directamente afectas por los resultados que obtengan en esas mediciones.
4. Contaminación científica
Este es el efecto de tal contaminación: conduce inevitablemente –como si de una invitación expresa se tratase– a los jóvenes investigadores a investigar no ya lo que para ellos es importante, sino aquello que permitirá obtener los mejores impactos en el corto plazo, ya sea porque constituye un tema de moda en la comunidad o porque es objeto de explícita o implícita incentivación en las convocatorias de las que deberá participar. Y, obviamente, dada la ya señalada dificultad de generar resultados tecnológicos que acrediten la utilidad de la investigación, serán los lugares comunes de la ideología reinante los que terminarán por determinar... ¿el desarrollo de la ciencia? Ciertamente no. Pero sí la acreditación y, finalmente, los sueldos de los investigadores.
Hubo un tiempo en que los profesores debían acreditar, ante un tribunal conformado por otros profesores de mayor edad y saber, en acto público, ante la mirada y la escucha atenta de cualquier miembro de la comunidad universitaria que quisiera asistir al acto, su calidad como docente e investigador, su capacidad de pensamiento y expresión en vivo, en directo, ante los que le escuchaban y juzgaban. Pero eso terminó hace ya unos cuantos años. El primer síntoma de la desaparición de tales procedimientos –cada vez más considerados como antiguos– fue nominal. Consistió en la sustitución de la palabra tribunal, con siglos de tradición universitaria, por otra más anodina y, se suponía, menos jerarquizadora: la palabra comisión. Parecía, en principio, que se trataba de no más que uno de esos actos eufemísticos destinados a pulir a la realidad de sus aristas más nítidas.
Probablemente, el momento que en Occidente comenzó a cesar todo atisbo de auténtico progresismo fue cuando, en vez de afrontar y tratar de mejorar la realidad, comenzó a recurrirse al uso sistemático del eufemismo como modo de enmascararla con los tópicos con los que cada periodo entendía debía ser la corrección política. Nada hace tan patente el eufemismo en cuestión como lo inapropiado de la palabra escogida: pues comisiones hay muchas, como muchos son sus posibles fines y actividades, mientras que de lo que se trataba en tales comisiones era de que juzgaran el saber de los candidatos.
Pero los eufemismos los carga el diablo –de hecho, el eufemismo es la inmoralidad del lenguaje y por eso tienen siempre mayores efectos de los aparentemente previsibles. La ideología igualitarista que animaba este, y que juzgaba -pues ella también juzgaba- peyorativamente toda jerarquía, hizo que estas comisiones duraran bien poco: pues si sus miembros no podían ser considerados jueces, sino tan solo miembros de una comisión, ¿en virtud de qué podrían tener la osadía de juzgar a los candidatos? Se trataría entonces de eliminar la subjetividad –siempre percibida como interesada– en el procedimiento de selección. Fue entonces cuando se suprimió del todo aquel viejo procedimiento del acto público ante tribunal para ser sustituido por la –se suponía– aplicación de índices objetivos de baremación.
Se nos objetará que siguen realizándose actos públicos en la fase final del proceso. Pero todo el mundo sabe que, cuando estos tienen lugar, ya todo está resuelto, de modo que acaban reducidos a escenarios meramente retóricos en los que se sanciona lo que se ha decidido en otro lugar: que los miembros de la comisión no tienen otro papel que el de sancionar lo que los índices objetivos han establecido previamente –nótese hasta qué punto en ello se consagra la inversión de las relaciones entre la ciencia y la medición de la que hablábamos más arriba: los miembros de la comisión, en principio científicos de prestigio, lejos de determinar el modo de uso de las mediciones, comparecen en el proceso tan solo como los actores de las puestas en escena de las decisiones generadas por aquellas.
¿Cómo podría entonces extrañar que ya prácticamente nadie –excepto los actores obligados– asista a tales actos? A partir de cierto momento, si ninguna inteligencia racional los gobierna, los índices comienzan a andar solos provocando los efectos más indeseados en todos los ámbitos. Podríamos citar innumerables ejemplos. Escojamos este. Si se mide la productividad de un grado universitario por la ratio entre el número de alumnos que la comienzan y el número de alumnos que la concluyen con éxito, la institución que la sostiene, para obtener el índice de productividad deseado, tenderá a aprobar a la mayor cantidad de alumnos posible y los profesores, de manera explícita o implícita, se verán empujados a realizarlo. ¿Qué mide entonces ese índice de productividad? ¿La calidad de la enseñanza de esa institución o su disponibilidad a dar títulos a alumnos que en ella han ingresado?
Conclusiones
La enfermedad que aqueja a nuestra universidad llega tan lejos que esta –asfixiada por ese prurito de objetividad– renuncia a juzgar la calidad del trabajo de sus miembros de manera directa –es decir: leyendo sus trabajos, escuchando sus discursos– para utilizar solo criterios objetivos y externos en sus procesos de selección y promoción. De modo que la institución del saber se proclama incapaz de valorar el saber de sus miembros y requiere que sean instituciones externas las que lo hagan. Solo un último ejemplo.
Quien ha participado en las comisiones de contratación de jóvenes profesores sabe que la selección entre los candidatos no pasa por examen directo alguno de estos –ya se sabe: qué osadía antiigualitaria la de pretender juzgar–, sino por la aplicación de baremos preestablecidos de los que se espera la garantía de la objetividad del proceso de selección. Lo que sucede en la práctica, sin embargo –cuando tales baremos se aplican con rigor–, es que los candidatos más aplicados y los más hábiles fabricantes de currículos son los elegidos. Excelente filtro para garantizar la exclusión de la genialidad de la vida universitaria. Y vía idónea, por otra parte, para hacer imposible uno de los motores fundamentales de la productividad universitaria de siempre: la creación de escuelas de pensamiento cohesionadas y potentes en torno a auténticos maestros de pensamiento.
Y una conclusión final. La calidad –tanto más la potencial genialidad– de un pensador no puede medirse. Como cualidad que es, reclama del juicio cualitativo que solo puede realizar un pensador veterano, experto y cualificado cuando lee sus trabajos y escucha sus discursos. Cuando eso –el respeto por los maestros de pensamiento, su reconocimiento como los jueces más idóneos a la hora de seleccionar a los nuevos candidatos, la idea de que tanto la selección de estos como la promoción de los profesores incorporados solo puede pasar por el debate público que debe seguir a la lectura de sus trabajos y a la escucha de sus discursos– desaparece de la universidad, esta queda convertida en una mortecina maquinaria burocrática dispensadora de titulaciones para sus estudiantes pero del todo incapaz de entusiasmarles con la aventura del saber. Hablábamos al comienzo de este texto de las tres condiciones que hacían posible la autonomía universitaria. ¿Cómo no reconocer que hoy en día no se da ninguna de ellas?
Por lo que se refiere al interior, la pasión por el saber de sus miembros parece eclipsada tanto por las pugnas politiqueras –que ni siquiera políticas– en las que estos se ven día a día involucrados, como por la presión que introduce en ellos la necesidad de obtener índices de impacto que acaba por convertirles en agentes de autopromoción y mercadeo de sí mismos, más que en auténticos investigadores. Y, por lo que se refiere al exterior, tanto los poderes políticos como la ciudadanía en su conjunto parecen instalados en la sospecha generalizada tanto hacia la universidad en su conjunto como hacia todos y cada uno de sus miembros. Sospecha generalizada que, lejos de abrir una reflexión en profundidad de la real degradación que padece hoy la vida universitaria, conduce a su agravación por la vía de un proceso loco de generación de infinidad de mecanismos de evaluación constante, control y vigilancia. Y, así, el poco tiempo que le quedaba al investigador para estudiar e investigar realmente, tras el ya despilfarrado en las tareas que se le requiere de autopromoción y mercadeo a la caza del índice, queda ahora absorbido en la cumplimentación de ingentes y voluminosos informes destinados a justificar una actividad investigadora para la que, sin embargo... ya no dispone ni del tiempo ni de las energías necesarias para realizar.
Nadie mide –ni al parecer a nadie se le ocurre la posibilidad de medir– el grado de desencanto, de desmoralización de los jóvenes profesores sometidos a tal maquinaria burocrática cuyas proporciones no cesan de crecer, dado que, al parecer, cada nuevo funcionario del ramo llega decidido a demostrar su dedicación implementando un nuevo criterio de vigilancia/control/evaluación que a su vez obliga a los vigilados/controlados/evaluados a dedicar más y más horas a la cumplimentación de informes cuyo contenido nada tiene que ver con el saber mismo.
Desencanto, desmoralización y, sobre todo, perdida del amor por el saber que, en un momento dado, cada vez vivido como más ingenuo y lejano, les motivó a iniciar su carrera universitaria. Se alcanza así la suprema ficción: la de una comunidad del saber que, en vez de producir saber, levanta la escenografía de su dedicación a la producción del saber tal y como la exigen las maquinarias locas que pretenden medirla.
¿La alternativa? Solo hay una, es sencilla, pero doy por hecho que se tildará de idealista al que la proponga. Consiste, sencillamente, en poner en el centro de la vida universitaria la pasión por el saber. Poner a la cabeza de las instituciones universitarias a sabios, no a políticos. Garantizar que toda nueva incorporación y toda promoción pase por la realización de exposiciones científicas y debates teóricos públicos (Y, claro está, casi huelga decirlo: reintroducir un sistema nacional de oposiciones universitarias y suprimir las ANECAS de toda índole y, con ellas, todos sus malhadados índices de impacto).
Bibliografía
Bueno, T. (Coord.) (2018). Misión de la Universidad en nuestros días: un enfoque interdisciplinar. Libro homenaje al profesor Luis Gutiérrez Espada. Departamento de Teorías y Análisis de la Comunicación, UCM.