La desigualdad, un desafío global.  Reflexiones para la intervención social

 

 

Natalia Rodríguez Valladolid

Trabajadora Social y Agente de Igualdad en el Ayuntamiento de Logroño, La Rioja, España.

Docente de la Universidad de La Rioja.

e-mail: nata.valladolid@gmail.com

https://orcid.org/0009-0004-7526-1296

Daniel Galán Rello

Trabajador Social y Agente de Desarrollo Local en el Ayuntamiento de Logroño, La Rioja España.

e-mail: danielgalanrello@gmail.com

https://orcid.org/0009-0006-5528-5746

 

 

RESUMEN

La desigualdad es un fenómeno constante en todas las sociedades que se manifiesta de diversas maneras según el contexto histórico y geográfico. A lo largo de la historia, desde las primeras comunidades hasta las sociedades contemporáneas, se ha evidenciado una distribución desigual de recursos y poder. En la actualidad, estas desigualdades son más profundas y están arraigadas en las estructuras sociales y políticas, con influencias significativas del sistema económico y político. Además de su manifestación económica, la desigualdad se expresa en términos de género, etnia, edad y otras características. La globalización y la revolución digital han dado lugar a nuevas formas de desigualdad, incluyendo la brecha digital, que agrava las disparidades entre individuos y naciones. Ante el cambio en el contexto social y económico, es imperativo revisar las teorías de estratificación social para adaptarlas a la creciente complejidad de las sociedades actuales. La liberalización económica ha incrementado la vulnerabilidad social, lo que resalta la necesidad de un papel activo por parte de los Estados en lo que respecta a la protección social y el empleo. A nivel local, la participación comunitaria y la sistematización de prácticas profesionales se presentan como elementos esenciales para lograr una intervención social eficaz. Este ensayo busca analizar estas dinámicas de desigualdad y su impacto en la cohesión social y el bienestar general.

Palabras clave: desigualdad, estratificación social, discriminación, intervención social, desarrollo.

 

Inequality, a global challenge. Reflections for social intervention

 

ABSTRACT

Inequality is a constant phenomenon in all societies, manifesting itself in different ways depending on the historical and geographical context. Throughout history, from the first communities to contemporary societies, there has been an unequal distribution of resources and power. Today, these inequalities are deeper and rooted in social and political structures, with significant influences from the economic and political system. In addition to its economic manifestation, inequality is expressed in terms of gender, ethnicity, age and other characteristics. Globalization and the digital revolution have given rise to new forms of inequality, including the digital divide, which aggravates disparities between individuals and nations. Given the change in the social and economic context, it is imperative to review theories of social stratification to adapt them to the growing complexity of today's societies. Economic liberalization has increased social vulnerability, which highlights the need for an active role by States with regard to social protection and employment. At the local level, community participation and the systematization of professional practices are presented as essential elements for achieving effective social intervention. This essay seeks to analyze these dynamics of inequality and their impact on social cohesion and general well-being.

Keywords: inequality, social stratification, discrimination, social intervention, development.

 

INTRODUCCIÓN

            A pesar de ser una constante en todas las sociedades, la desigualdad adopta diversas máscaras según el contexto histórico y geográfico, reflejando las dinámicas de poder, los recursos y las estructuras sociales de cada era. Desde las primeras comunidades de cazadores-recolectores, donde las diferencias se basaban en la fuerza física o los roles familiares, hasta las sociedades más complejas de hoy, siempre ha existido una distribución desigual de recursos y poder. Con el tiempo, estas desigualdades se han hecho más profundas y están cada vez más arraigadas en la estructura social, siendo menos dependientes de características individuales y más influidas por factores como el sistema económico y político (Kerbo, 1998).

            En un mundo donde la desigualdad se manifiesta de múltiples formas, como un fenómeno complejo y multidimensional; entender sus causas y consecuencias se ha vuelto esencial para aquellos comprometidos con la justicia social y el cambio social.

            Históricamente, la desigualdad económica ha sido una de las formas más visibles y ampliamente discutidas de injusticia. La concentración de la riqueza y los recursos en manos de unos pocos, mientras grandes segmentos de la población luchan por satisfacer sus necesidades básicas, ha perpetuado ciclos de pobreza y exclusión. Sin embargo, la desigualdad no se limita al ámbito económico. Factores como el género, la etnia, la edad, la orientación sexual, la educación, y la ubicación geográfica también juegan un papel crucial en la creación de brechas que afectan las oportunidades y el bienestar de las personas.

            En el contexto actual, marcado por la globalización y la revolución digital, han emergido nuevas formas de desigualdad que, aunque menos evidentes, son igualmente significativas. La brecha digital refleja el acceso desigual a la tecnología y al conocimiento, creando una nueva división entre aquellos que pueden participar plenamente en la economía digital y aquellos que quedan al margen. Este fenómeno no solo afecta a individuos, sino que también exacerba las disparidades entre países y regiones, reforzando las dinámicas de dominación y dependencia a nivel global.

            Además, la desigualdad se manifiesta de manera distinta según la época y el espacio geográfico. En algunas sociedades, la discriminación racial o étnica sigue siendo una fuente primaria de exclusión, mientras que en otras, las cuestiones de género o la orientación sexual pueden ser más predominantes. Estas formas de desigualdad a menudo se entrelazan, creando intersecciones que multiplican las desventajas y hacen aún más difícil superar la exclusión. Kimberlé Crenshaw, durante la Conferencia Mundial contra el Racismo en Sudáfrica en 2001, introdujo el concepto de interseccionalidad, señalando que las categorías como raza y género no solo se suman como desigualdades, sino que se entrecruzan de manera diferente según cada persona y grupo social. Este enfoque revela las estructuras de poder que existen dentro de la sociedad y cómo estas afectan de manera única a cada individuo según su contexto (Expósito, 2012).

            El análisis crítico de estas desigualdades requiere una visión holística que conecte lo local con lo global. Es fundamental entender cómo las políticas económicas, las estructuras de poder y las normas culturales interactúan para perpetuar las desigualdades, pero también cómo pueden ser transformadas para promover una mayor equidad. Este enfoque debe incluir una consideración de las responsabilidades sociales y éticas que todos compartimos, especialmente aquellos en posiciones de poder e influencia.

            Diseñar estrategias para trascender la desigualdad y construir alternativas justas implica no solo identificar y abordar las causas subyacentes, sino también imaginar y construir nuevas formas de organización social y económica que prioricen la equidad y el bienestar común. Esto requiere un compromiso con la innovación social, la participación activa de las comunidades afectadas, y la voluntad de cuestionar y reconfigurar las estructuras existentes. Solo a través de un análisis profundo y una acción concertada se podrá avanzar hacia una sociedad más justa e inclusiva, donde la igualdad de oportunidades y el respeto por la dignidad humana sean una realidad para todos.

 

Sociedad y nueva economía capitalista

 

En la actualidad, la sociedad global está experimentando transformaciones profundas que impactan diversos aspectos de la vida social y económica. Estos cambios tienen características distintivas y están moldeando un nuevo contexto social con implicaciones significativas.

 

Uno de los rasgos más evidentes del cambio global es la automatización del trabajo. La creciente incorporación de tecnología y robots en los procesos de producción está llevando a una progresiva eliminación de puestos de trabajo tradicionales. A medida que las máquinas asumen tareas que antes realizaban los seres humanos, se prevé un aumento en las tasas de desempleo. Esta transición puede reducir el número de empleos disponibles y generar una menor cantidad de oportunidades laborales para las personas. Como resultado, nos enfrentamos a un futuro en el que el mercado laboral se verá afectado por una mayor dependencia de la tecnología y una disminución en el empleo disponible para los trabajadores humanos.

 

Por otro lado, el modelo capitalista neoliberal ha ganado terreno en detrimento de las políticas sociales en los últimos años. Esta tendencia ha llevado a una desregulación creciente y una erosión de los elementos que forman el tejido social. La reducción del papel del Estado en la economía ha puesto en cuestión los avances sociales logrados y la propia noción de ciudadanía social (Marshall & Bottomore, 1998). Situaciones como el desempleo de larga duración y la precariedad de las condiciones de vida han contribuido al surgimiento de nuevos fenómenos sociales, como el grupo de los "trabajadores pobres", y han exacerbado la exclusión social. Además, este contexto ha llevado a una desafectación política y civil, donde la participación y el compromiso con la esfera pública se ven amenazados.

 

En cuanto al modelo actual de estratificación social, se caracteriza por un aumento de las desigualdades sociales que se concretan en aumento de las diferencias de niveles de renta y del desempleo. Se asiste hacia un proceso de dualización social. La sociedad dual hace referencia a la brecha existente entre aquellas personas que se encuentran en lo que puede denominarse la zona de integración y participación con aquella otra zona denominada de exclusión, donde se encuentran las personas al margen o excluidas de la sociedad en la que viven (Tezanos, 2001).

 

Esta dualización no solo refleja diferencias económicas, sino que también ilustra una división en términos de acceso a oportunidades y recursos. La sociedad dual es vista como una sociedad del riesgo y la incertidumbre, donde la crisis política e ideológica contribuye a una falta de compromiso y cohesión social. Frente a la vulnerabilidad creciente, la sociedad a menudo muestra signos de conformismo y falta de conciencia crítica respecto a las implicaciones profundas de estos cambios.

 

En “La revolución que nadie soñó o la otra Postmodernidad”, Mieres (1996) describe cómo los cambios socioculturales y tecnológicos se están asimilando con una naturalidad preocupante, sin una plena conciencia de sus posibles efectos negativos. Los avances en ciencia y tecnología, lejos de ser vistos como una revolución disruptiva, son aceptados con conformismo y asimilación, sin un atisbo de advertencia, pasando por alto cualquier tipo de impacto negativo en los distintos ámbitos de la sociedad, como el social, laboral o el bienestar humano. Esto está generando en la sociedad un nuevo plano de desigualdades, menos tangibles, pero igualmente impactantes, que afectan las libertades y la participación de los individuos en la sociedad.

 

El contexto económico actual, caracterizado por su dinamismo y constante cambio, ha introducido conceptos como la flexibilidad laboral y la movilidad como elementos clave. Estos conceptos, aunque tienen el potencial de ofrecer beneficios como una mayor adaptabilidad a las necesidades del mercado y de las empresas, también presentan serios desafíos para las personas trabajadoras. A este respecto, el sociólogo Richard Sennett esgrime que el nuevo capitalismo ha marcado el fin de la idea tradicional de estabilidad en el trabajo como un medio para el progreso personal y el bienestar familiar. En el pasado, se valoraba la estabilidad laboral como un pilar esencial para una vida planificada, caracterizada por la confianza y el deber. Sin embargo, el nuevo capitalismo ha introducido una mayor incertidumbre en el ámbito laboral, desplazando esta visión de estabilidad (Sennett, 2000).

 

La flexibilidad laboral se refiere a la capacidad de ajustar horarios y condiciones de trabajo para adaptarse a diferentes circunstancias. La exigencia de una mayor flexibilidad, si bien puede ofrecer ciertas ventajas, también, cuando se lleva al extremo, puede traducirse en una precarización de las condiciones laborales, como contratos temporales o de tiempo parcial, horarios irregulares, dificultad para conciliar la vida personal y profesional, con el consiguiente aumento de una insana sensación de incertidumbre en cuanto al futuro de su empleo. Sennett señala que esta flexibilidad, lejos de liberar a los empleados de restricciones, en realidad contribuye al desorden y a la erosión de la legitimidad en el trabajo (Sennett, 2000).

 

La movilidad laboral implica la capacidad o necesidad de cambiar de lugar de trabajo, a veces de manera frecuente, para adaptarse a nuevas oportunidades o exigencias laborales. Esto puede ser positivo para el crecimiento profesional en algunos casos, pero también puede ser agotador y generar inestabilidad en la vida de los y las trabajadoras, afectando a su bienestar físico y emocional.

Esta sobrecarga de demandas puede limitar las oportunidades de desarrollo profesional a largo plazo y generar un desgaste físico y emocional de las personas asalariadas.

 

En la sociedad actual, uno de los conceptos centrales es la imperiosa necesidad de desarrollo, un concepto históricamente asociado al crecimiento económico. Tradicionalmente, el desarrollo se medía en términos de aumento en el producto interno bruto (PIB) y el nivel de ingresos. Sin embargo, Amartya Sen (2000), un destacado teórico en el campo del desarrollo, ha cuestionado esta visión reduccionista. Sen introduce un nuevo paradigma que redefine el desarrollo no solo en términos económicos, sino como la expansión de las libertades y capacidades humanas. Según Sen, el verdadero desarrollo implica que las personas puedan ejercer y expandir sus capacidades, participando activamente en la vida económica y social para llevar una vida plena y satisfactoria. (Sen, 2000).

 

En el marco del nuevo modelo propuesto por Sen, el foco se desplaza de la economía a la persona como unidad de análisis. Este enfoque considera que la pobreza no debe ser vista únicamente como una carencia económica, sino como una privación de capacidades. En lugar de medir la pobreza únicamente en función del ingreso, Sen propone que la pobreza es un fallo de capacidades que afecta a diversos aspectos de la vida, como la educación, la salud y el acceso a servicios sociales. Esta perspectiva multidimensional reconoce que la falta de oportunidades económicas es solo una parte del problema; la verdadera pobreza radica en la incapacidad de las personas para alcanzar los aspectos fundamentales de una vida digna y plena (Sen, 2000).

 

El concepto de desarrollo como libertad, entonces, enfatiza el empoderamiento de los individuos para participar en los procesos de desarrollo y valorar las capacidades que consideran importantes. Este enfoque también redefine la pobreza como una restricción de las libertades y capacidades humanas, en lugar de simplemente una falta de recursos económicos (Alkire, 2010).

 

En cuanto a la desigualdad, Sen también ofrece una perspectiva innovadora. Tradicionalmente, la desigualdad se ha medido a través de indicadores como el coeficiente de Gini o el índice de Atkinson, que cuantifican la distribución de ingresos, educación y salud entre diferentes grupos o países. Sin embargo, desde el paradigma de Sen (2000), la desigualdad se considera una limitación de las opciones y libertades disponibles para los individuos. Esta limitación afecta negativamente el desarrollo y bienestar de las personas, al restringir sus capacidades y oportunidades para vivir una vida completa y satisfactoria (Urquijo, 2014).

 

Desigualdad social

 

La desigualdad entendida como la forma en que los recursos se asignan entre individuos o grupos, indicando si su distribución es equilibrada o dispar, no es un fenómeno reciente (Allison, 1978; Yitzhaki y Lerman, 1991, citados en Marqués et al. 2024). Desde las primeras formas de organización social en la antigüedad, las jerarquías y privilegios han existido, y no se ha registrado la existencia de sistemas completamente igualitarios. Este fenómeno, en lugar de ser aislado, exacerba otros problemas sociales, destacando su capacidad para intensificar las desigualdades existentes (Pickett y Wilkinson, 2009, citados en Martín 2019).

 

Desde una perspectiva global y estructural, la desigualdad social actual se ve impulsada por una serie de causas interrelacionadas. Una de ellas es la corrupción y los sistemas fiscales inequitativos que agravan la brecha social al impedir una distribución justa de los recursos y exacerbar las disparidades existentes. Otra de estas causas es la desigualdad en el acceso al conocimiento y a una educación de calidad que limita las oportunidades para las personas desfavorecidas, dificultando su movilidad social y económica. Por otro lado, la privatización de servicios esenciales como la salud y la educación profundiza esta desigualdad al restringir el acceso de los sectores menos favorecidos, creando una dependencia de la capacidad económica individual para acceder a servicios básicos. Además, la falta de interés y desafección hacia los asuntos públicos contribuye a la perpetuación de las desigualdades al reducir la presión para implementar reformas necesarias. Finalmente, la distribución injusta de la inversión y el gasto público perpetúa las desigualdades al no abordar adecuadamente las necesidades de los grupos más vulnerables.

 

La desigualdad económica, que emergió con la industrialización, se manifiesta en la desigual distribución de ingresos, activos y bienestar entre los habitantes. Esta desigualdad se ve exacerbada por varios factores: la globalización y la tecnología han transformado el mercado laboral de manera que favorece a quienes tienen acceso a recursos y habilidades avanzadas, acentuando la brecha entre ricos y pobres. Las diferencias salariales y la creciente precariedad laboral amplifican la desigualdad, afectando a los trabajadores menos cualificados y con menos seguridad en el empleo. Además, la ausencia de sistemas fiscales progresivos y la evasión fiscal limitan la redistribución efectiva de la riqueza, mientras que la falta de políticas adecuadas para abordar estas desigualdades perpetúa la disparidad económica.

 

Las desigualdades sociales tienen múltiples consecuencias globales, como:

 

Un aspecto preocupante es la aparición de nuevas desigualdades derivadas de cambios en las relaciones sociales. En España, el conjunto de valores sobre los que se sustentaba la convivencia social está cambiando. La solidaridad es vista como un valor positivo, pero la falta de compromiso firme para defenderla y la prevalencia del individualismo posesivo y meritocrático están dificultando la creación de una sociedad equitativa y sostenible. La fragilidad de las relaciones humanas y la percepción del ser humano como una función de utilidades (Fundación Foessa, 2022) reflejan una crisis en la cohesión social.

 

La individualización, la atomización social y la desafección política están erosionando la conciencia de clase y el sentido de pertenencia. La historia no muestra precedentes en los que la humanidad se haya fragmentado de manera tan significativa para enfrentar desigualdades sociales, lo que plantea preguntas críticas sobre el futuro de la cohesión social y la capacidad de abordar estas desigualdades emergentes.

 

En décadas pasadas, era más común que los individuos pudieran elevar su estatus social y económico a través del acceso a la educación, el empleo y otras oportunidades. La movilidad social ascendente se refiere a la capacidad de las personas para mejorar su posición socioeconómica en comparación con la de sus padres o generaciones anteriores.

Sin embargo, en la actualidad, este fenómeno se ha vuelto menos frecuente. Según la Organización de las Naciones Unidas (2021), la movilidad social ascendente ha disminuido, lo que significa que las oportunidades para mejorar la situación socioeconómica son más limitadas.

 

Esta disminución implica que las condiciones de privilegio o pobreza tienden a perpetuarse a lo largo de las generaciones. En otras palabras, si una persona nace en una familia con un alto nivel socioeconómico, es más probable que sus hijos también disfruten de privilegios similares. Del mismo modo, aquellos que nacen en circunstancias de pobreza tienen una mayor probabilidad de permanecer en situaciones desfavorecidas. Este estancamiento en la movilidad social refuerza las desigualdades existentes, ya que las barreras estructurales y económicas dificultan que las personas de clases socioeconómicas bajas puedan mejorar su situación, mientras que las ventajas heredadas continúan favoreciendo a los ya privilegiados.

 

El concepto de desigualdad está intrínsecamente relacionado con los procesos de exclusión social, los cuales abarcan una variedad de dimensiones que reflejan la complejidad de la marginalización en la sociedad contemporánea. Tezanos (2001) establece una clara conexión entre las desigualdades sociales y los procesos de exclusión, reconociendo que estos no se limitan a una sola causa, sino que se manifiestan en diversas esferas de la vida de las personas afectadas.

 

En primer lugar, la dimensión económica es fundamental para entender la exclusión social. La carencia de recursos económicos suficientes se traduce en una incapacidad para satisfacer necesidades básicas como el alimento, el alojamiento y otras necesidades esenciales. Este tipo de exclusión afecta mayormente a personas que experimentan desempleo de larga duración o empleos precarios que no les permiten una vida digna. Estas condiciones perpetúan un ciclo de pobreza del cual es difícil escapar sin la intervención adecuada.

 

En segundo lugar, la exclusión social también se manifiesta a través de la segregación o discriminación basada en características personales o identitarias, como la orientación sexual, el sexo, la religión, la etnia o las creencias ideológicas. En esta dimensión, no solo se niegan oportunidades económicas, sino que también se restringen los derechos fundamentales y se estigmatiza a ciertos grupos, lo que refuerza su marginalización y dificulta su integración en la sociedad.

 

Finalmente, Tezanos (2001) señala una tercera dimensión: la alienación. Este proceso se refiere a la desconexión social y el aislamiento que experimentan ciertos individuos o colectivos. Aquí, la exclusión no solo es física o material, sino también psicológica y emocional. Las personas alienadas suelen perder el sentido de identidad, carecen de un propósito claro y pueden experimentar un profundo vacío existencial. Esta forma de exclusión es especialmente preocupante porque afecta el bienestar emocional y mental, dificultando aún más la capacidad de los individuos para reintegrarse en la sociedad.

 

El concepto tradicional de exclusión social, que se asociaba casi exclusivamente con la pobreza económica, ha evolucionado hacia un enfoque más amplio que incluye perspectivas sociales y relacionales. Este cambio en la conceptualización refleja las profundas transformaciones económicas y sociales que han marcado la evolución de la sociedad contemporánea. Estas transformaciones han alterado las formas en que los individuos interactúan entre sí, afectando desde las rutinas diarias hasta las estructuras laborales y las relaciones de producción.

 

En este contexto, autores como Zygmunt Bauman (2001) y Ulrich Beck (2002) han introducido conceptos como "sociedad líquida" y "sociedad de riesgo" para describir nuevas formas de desigualdad y segregación. Bauman, con su idea de la "sociedad líquida", destaca cómo la modernidad ha dado lugar a relaciones humanas más frágiles y transitorias, lo que exacerba la inseguridad y la inestabilidad en la vida de las personas. Beck, por su parte, argumenta que vivimos en una "sociedad de riesgo", donde la incertidumbre y la vulnerabilidad son inherentes debido a las transformaciones globales, como la globalización, los cambios en el mercado laboral y las crisis medioambientales. Ambos enfoques ayudan a entender cómo las nuevas formas de desigualdad se configuran no solo a partir de la falta de recursos, sino también a partir de la fragmentación social y la creciente sensación de inseguridad y riesgo en la vida cotidiana.

Las desigualdades por cuestiones de clase, género, edad y etnia son fenómenos profundamente arraigados en la estructura social, que afectan a individuos y grupos de diversas maneras. Estas desigualdades no solo existen de forma aislada, sino que también interactúan entre sí, creando formas complejas de discriminación y exclusión social. Esta interseccionalidad, o la manera en que diferentes formas de desigualdad se superponen y afectan a las personas, es un concepto clave para entender cómo las diversas dimensiones de la identidad social influyen en las experiencias de desigualdad.

 

La teoría de la interseccionalidad, propuesta por Kimberlé Crenshaw, es fundamental para entender cómo estas diferentes formas de desigualdad se interrelacionan. Crenshaw argumenta que las experiencias de discriminación no pueden ser comprendidas adecuadamente si se consideran de manera aislada, ya que las identidades individuales están formadas por múltiples ejes de diferencia que se intersectan (Crenshaw, 1995).

Por ejemplo, una mujer de una minoría étnica y de clase baja puede enfrentar una forma de discriminación que combina las barreras asociadas con su sexo, su etnicidad y su clase socioeconómica. Esto no es simplemente una suma de desigualdades, sino una experiencia única que resulta de la interacción de estos factores. Esta perspectiva interseccional revela cómo las políticas y programas deben ser diseñados para abordar la complejidad de las experiencias individuales y grupales (Expósito, 2012)

 

La desigualdad de clase se manifiesta en el acceso diferenciado a recursos económicos, educativos y laborales. Las personas en posiciones socioeconómicas más bajas suelen enfrentar barreras significativas para mejorar sus condiciones de vida, incluyendo acceso limitado a servicios de salud, educación de calidad y oportunidades laborales bien remuneradas. Esta desigualdad se perpetúa a través de sistemas económicos y sociales que benefician a quienes ya están en una posición de privilegio. Las clases sociales continúan siendo un determinante crucial de las oportunidades y los resultados de vida, incluso en un contexto de cambios económicos y sociales. (Wright, 2015). Es decir, aquellos nacidos en entornos más desfavorecidos siguen enfrentando limitaciones para acceder a recursos como la educación, salud y empleos de calidad, lo que perpetúa su desventaja.

 

En el caso de mujeres en situaciones de pobreza o pertenecientes a clases socioeconómicas bajas, enfrentan una doble carga: por un lado, las barreras económicas y sociales vinculadas a su clase; por otro, las barreras de género.

 

La desigualdad entre hombres y mujeres se refleja en las disparidades en el acceso a oportunidades, el trato y la representación entre hombres y mujeres, así como entre diferentes identidades de género. Las mujeres a menudo enfrentan discriminación en el ámbito laboral, como la brecha salarial, el acceso limitado a posiciones de liderazgo y oportunidades limitadas de avance. Además, la violencia de género y los estereotipos culturales refuerzan la desigualdad, creando barreras adicionales para la igualdad de género. A su vez, esta desigualdad tiene un carácter estructural y se refleja en otras formas de discriminación, como la raza, el origen étnico, la discapacidad, la edad, la religión o las creencias, y la orientación sexual. Como señala Expósito (2012):

Considerar, además del género, otras desigualdades exigen pasar de un enfoque unitario a un enfoque que ha de integrar desigualdades múltiples que incluyen primero la raza y la clase social, luego, en lugar de la clase social, lo harán la edad, la religión o creencia, la discapacidad y la orientación sexual. (p. 207).

 

La discriminación por edad, conocida como edadismo, se fundamenta en estereotipos y percepciones sociales y tiene un carácter estructural. Robert Butler acuñó el término para describir el prejuicio que un grupo de edad puede tener hacia otros, reflejando actitudes y estereotipos negativos tanto hacia las personas mayores como hacia los jóvenes (Butler, 1969). Este fenómeno se observa especialmente en la mediana edad, considerada una etapa de presión debido a las múltiples responsabilidades y expectativas sociales asociadas con el cuidado de generaciones anteriores y posteriores. Esto genera la percepción de que las personas de mediana edad están sometidas a constantes demandas de ambos extremos del ciclo de vida.

La discriminación por edad no solo refleja prejuicios hacia los grupos más jóvenes y los mayores, sino que también destaca la compleja dinámica de responsabilidades y expectativas que enfrenta la mediana edad. Esto contribuye a perpetuar estereotipos y desigualdades entre diferentes grupos etarios. Los jóvenes, por ejemplo, a menudo enfrentan desafíos para acceder al empleo y participar en la política, debido a percepciones de inexperiencia. Por otro lado, los adultos mayores suelen lidiar con sentimientos negativos asociados con la vejez, la enfermedad y la discapacidad, así como percepciones de inutilidad y falta de capacidad (Butler, 1969).

En este contexto, el origen étnico y la raza constituyen otra forma de desigualdad ampliamente estudiada y analizada. La desigualdad étnica, o racismo, se manifiesta en la discriminación y desventajas sistemáticas que enfrentan las personas de grupos étnicos minoritarios. La discriminación por raza o etnia conlleva una combinación de separación y jerarquización: los grupos raciales o étnicos distintos son clasificados como inferiores en cuanto a jerarquía, cualidades, oportunidades y derechos. Esta descalificación del otro se expresa de múltiples maneras, tanto en las interacciones entre individuos como en las dinámicas de grupo, manifestándose a través de acciones simbólicas y prácticas diarias, así como mediante políticas oficiales y sistemáticas (Hopenhayn & Bello, 2001).

 

Esta forma de desigualdad se manifiesta en numerosos ámbitos, como el empleo, la educación, la vivienda y el acceso a servicios. Las personas de minorías étnicas a menudo enfrentan barreras estructurales que limitan sus oportunidades y perpetúan ciclos de pobreza y exclusión.

 

El concepto de "Brecha Digital" fue introducido por Lloyd Morrisett para abordar las desigualdades en el acceso, uso y aprovechamiento de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) (Hoffman et al., 2001). Esta brecha se manifiesta en varias dimensiones, incluyendo geográfica, socioeconómica y de género, revelando disparidades significativas que impactan el desarrollo y la participación equitativa en la era digital. La brecha digital puede clasificarse en tres categorías distintas, que pueden ocurrir de manera independiente o simultánea (Van Dijk, 2005). 

 

La primera categoría se refiere a la desigualdad en el acceso a dispositivos tecnológicos e infraestructura necesaria para la conexión a Internet. Esta brecha, de carácter cuantitativo, se manifiesta en la desigualdad en la disponibilidad y posesión de tecnologías como computadoras, teléfonos inteligentes y conexiones a Internet (Attewell, 2001). Las áreas rurales, las comunidades de bajos ingresos y los países en desarrollo suelen enfrentar esta brecha, lo que limita sus oportunidades para participar plenamente en la economía digital y acceder a servicios esenciales.

 

La segunda categoría aborda no solo el acceso físico a las tecnologías, sino también su uso efectivo y comprensión. Esta brecha cualitativa se extiende más allá del simple acceso y se centra en la capacidad de utilizar las herramientas tecnológicas de manera efectiva (Hargittai, 2002). Aunque las personas pueden tener acceso a tecnologías, si no poseen las habilidades necesarias para utilizarlas adecuadamente, su potencial queda limitado. Esta brecha se refleja en la habilidad para navegar por Internet, usar aplicaciones digitales y aprovechar las oportunidades de formación y empleo en línea.

 

La tercera categoría se enfoca en la diferencia entre el conocimiento técnico experto y el conocimiento general sobre las tecnologías. Esta brecha, también cualitativa, es esencial para comprender el desarrollo y evolución de las dos brechas anteriores (Calderón, 2020). El conocimiento técnico experto se refiere a la comprensión profunda y especializada de las tecnologías por parte de profesionales, mientras que el conocimiento general abarca la comprensión más superficial que tiene la población en general. La brecha entre estos dos tipos de conocimiento puede afectar la capacidad de las personas para innovar, crear y adaptar nuevas tecnologías y aplicaciones a sus necesidades.

Alternativas

 

La situación actual es un momento de cambio y de necesaria interpretación y análisis de las teorías e interpretaciones de los modelos de estratificación social para adaptarse al actual contexto de sociedades cada vez más complejas y heterogéneas.

 

Este diagnóstico de la sociedad actual plantea la necesidad de que los Estados recobren el protagonismo frente a los escenarios globales de liberalización económica. La característica fundamental es el nuevo escenario de vulnerabilidad social. Se hace necesario también incentivar los recursos a la vez que surgen nuevas necesidades. El empleo es uno de los principales factores de protección frente a situaciones de vulnerabilidad y riesgo social. Desde los poderes públicos se requiere el fomento de políticas activas de empleo y el estudio de nuevas formas de flexibilización del trabajo. Es necesario poner el énfasis y resaltar el ámbito municipal y local como el escenario donde mejor se pueden desarrollar estrategias y alternativas, cuyo personal técnico es el que más cerca se encuentra de las necesidades de la ciudadanía.

 

El combate a la desigualdad social es un desafío global que requiere un enfoque multifacético y colaborativo. Algunas de las alternativas más efectivas incluyen la inversión en desarrollo económico y social, la garantía de protección para los civiles en situaciones de emergencia humanitaria, la creación de sistemas fiscales justos, la mejora del acceso a los recursos públicos básicos, la contribución a la sostenibilidad ambiental y la reducción de la brecha salarial. Estas estrategias no solo buscan aliviar los síntomas inmediatos de la desigualdad, sino también atacar sus causas estructurales para lograr un cambio duradero.

 

El 25 de septiembre de 2015, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó, por unanimidad, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que incluye 17 objetivos. (Organización de las Naciones Unidas, 2015). El décimo objetivo, Reducción de las desigualdades, propone una serie de metas para su consecución:

 

En las sociedades contemporáneas, el Estado es considerado el principal agente responsable de la reducción de la desigualdad a través de políticas fiscales, regulación del mercado laboral y estrategias de integración para colectivos vulnerables. Sin embargo, a menudo, estos colectivos permanecen invisibilizados y excluidos de la participación política. Esta situación evidencia que la reducción de desigualdades no puede depender únicamente del Estado, sino que es una responsabilidad colectiva de toda la ciudadanía. Para abordar esta problemática, es necesario adoptar un enfoque que integre la participación comunitaria, la promoción social y el empoderamiento de las personas vulnerables, siguiendo un modelo de intervención social centrado en el trabajo comunitario y la participación ciudadana, tal como lo proponen Uceda et al. (2014).

 

La excesiva burocratización y la carga de trabajo de los profesionales de la intervención social son obstáculos que no deben alejarnos del objetivo principal: promover intervenciones comunitarias efectivas. Estas intervenciones deben ser entendidas como procesos participativos y colaborativos, donde se considere el territorio, la población, los recursos disponibles y las necesidades existentes, buscando siempre la mejora de la comunidad y la reducción de las desigualdades sociales.

 

Otro aspecto crucial es la sistematización de la práctica profesional en el campo del trabajo social. Esta sistematización no solo genera conocimiento valioso, sino que también proporciona herramientas y directrices para el desarrollo de intervenciones más efectivas. Caparrós et al. (2017) señalan que la generación de conocimiento social no debe ser exclusiva de las academias o instituciones científicas, sino que puede construirse colectivamente a partir de la práctica profesional en el terreno. Por lo tanto, es fundamental que, a nivel micro, se promueva la intervención comunitaria con un enfoque en la transversalidad, el intercambio generacional y la colaboración entre la ciudadanía, personal político y personal técnico, para crear diagnósticos y planificaciones participativas, y fomentar la creación de conocimiento científico a través de la sistematización de prácticas profesionales. Aumentar así el acervo teórico del entramado de la intervención sociolaboral que posibilite nuevas estrategias de intervención social debe ser un desafío de las entidades locales.

 

Reducir la desigualdad no puede limitarse a una visión meramente económica, aunque esta idea pueda parecer paradójica en contextos de países desarrollados como España. Afortunadamente, en la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha se está utilizando una herramienta innovadora que va más allá del enfoque económico para medir los procesos de exclusión social. Esta herramienta, conocida como la Escala SiSo (2020), permite una evaluación integral de la exclusión al considerar una serie de ámbitos y variables interrelacionadas que reflejan una comprensión más completa de la situación social de las personas.

 

La Escala SiSo aborda los siguientes ámbitos para proporcionar una visión holística de la exclusión social:

  1. Ámbito Económico: Este ámbito examina variables como el volumen de ingresos, la procedencia y previsión de la principal fuente de ingresos, y la carencia material severa. Estas variables ayudan a identificar no solo la situación económica inmediata de una persona, sino también las dificultades materiales que pueden impactar su calidad de vida.
  2. Ámbito Laboral: Analiza la situación laboral actual, la intensidad del trabajo y la previsión de continuidad laboral. Esto permite evaluar la estabilidad y las oportunidades laborales, aspectos cruciales para entender el acceso al empleo y la seguridad en el trabajo.
  3. Ámbito Formativo: Incluye el nivel de estudios completados, la cualificación para el empleo, las competencias para la búsqueda de trabajo y otras habilidades relevantes. Este ámbito es fundamental para comprender cómo la formación y las competencias impactan las oportunidades laborales y el desarrollo personal.
  4. Ámbito Residencial: Considera el régimen de tenencia de la vivienda, las condiciones y accesibilidad de la vivienda, y su ubicación en el entorno. Estas variables son importantes para evaluar las condiciones de vida y el acceso a un entorno residencial adecuado.
  5. Ámbito Sociosanitario: Examina el acceso al sistema sanitario, el estado de salud, la sobrecarga familiar, la dificultad para seguir tratamientos y los hábitos de salud. Este ámbito resalta la relación entre la salud física y mental y las condiciones sociales de las personas.
  6. Ámbito Relacional: Analiza las relaciones familiares, la convivencia en el entorno, las relaciones comunitarias, la participación social y las conductas asociales o anómicas. Este ámbito refleja cómo las relaciones interpersonales y la integración social afectan el bienestar general.
  7. Ámbito Personal: Incluye habilidades sociales, la percepción de la situación personal y las estrategias de mejora. Este ámbito aborda cómo la percepción individual y las capacidades personales influyen en la capacidad de enfrentar y superar situaciones de exclusión.

 

La Escala SiSo, propuesta por Raya y Real (2020), permite un diagnóstico más matizado y multidimensional de la exclusión social, reconociendo que las dificultades enfrentadas por las personas no se limitan a aspectos económicos. Al considerar múltiples dimensiones de la vida, esta herramienta ofrece una visión más completa y precisa de las situaciones de dificultad social. Así, se facilita el diseño de intervenciones más efectivas y adecuadas a las necesidades específicas de cada individuo, contribuyendo a una comprensión más rica y completa de la desigualdad y la exclusión.

CONCLUSIONES

 

El análisis de la desigualdad social revela que este fenómeno, arraigado en la historia de la humanidad, adopta múltiples formas y dimensiones que demandan planteamientos de intervención innovadores y enfoques multidisciplinares. En este contexto, hemos visto cómo la desigualdad trasciende la mera brecha económica, extendiéndose a aspectos cruciales como el género, la etnia, la edad, el acceso a la tecnología y la movilidad social. La interacción de estas facetas amplifica las desventajas, generando un entramado complejo que desafía a los sistemas económicos y sociales contemporáneos.

 

La evolución histórica de la desigualdad, desde las jerarquías simples de sociedades primitivas hasta los sistemas complejos de la era actual, ha subrayado la necesidad de comprender sus causas estructurales y dinámicas subyacentes. En el contexto de la globalización y la revolución digital, emergen nuevas capas de desigualdad que requieren un enfoque global e integrador. Para ello, es esencial conectar lo global con lo local, comprender la intersección de diferentes formas de discriminación y rediseñar nuestras estructuras socioeconómicas para que prioricen la equidad y el bienestar general.

 

En este sentido, parece prioritario adoptar un enfoque interseccional que permita identificar y abordar las formas múltiples y entrelazadas de discriminación. Este paradigma implica no solo la focalización de recursos en la atención inmediata de las desigualdades más apremiantes, sino también la promoción de políticas integrales que fomenten el desarrollo social sostenible y la inclusión a largo plazo. Resulta fundamental, además, fomentar la participación activa de las comunidades en el diseño e implementación de intervenciones sociales, garantizando que las voces de los más afectados por la desigualdad sean no solo escuchadas, sino también valoradas e integradas en los procesos de toma de decisiones.

 

La incorporación y uso de herramientas innovadoras, como la Escala SiSo, representa un avance significativo en la metodología de evaluación de la exclusión social. Esta herramienta permite desarrollar intervenciones más efectivas y personalizadas, adaptadas a las complejidades individuales y contextuales de cada situación. El desafío radica en trasladar este conocimiento a políticas públicas que no se limiten a mitigar las desigualdades existentes, sino que aspiren a transformar las sociedades en su conjunto, promoviendo una visión del desarrollo sustentada en la igualdad de oportunidades y el respeto a la dignidad inherente de cada ser humano.

 

A medida que avanzamos hacia el futuro, es imperativo que la sociedad, las instituciones y los responsables políticos trabajen colectivamente de manera proactiva para garantizar que las estructuras, tanto económicas como sociales, evolucionen de manera que se adopte y valore la diversidad, asegurando un mundo donde todas las personas puedan realizar plenamente sus capacidades y derechos. Esta es la esencia del desarrollo como libertad, en una sociedad justa e inclusiva.

 

La lucha contra la desigualdad no es solo un imperativo moral, sino también una necesidad práctica para el progreso sostenible de nuestras sociedades.

 

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